Con cierta frecuencia se toman palabras del vocabulario gastronómico para aplicarlas a otras áreas. Suele decir que un libro o un autor son exquisitos o que un texto es «delicioso» cuando está condimentado con cierta elegante liviandad o ingenuidad. Decir que Manual de anfitriones y guía de golosos (Tusquets) es a la vez exquisito y delicioso puede parecer una redundancia tratándose de un libro ligado a los placeres de la mesa. Sin embargo, son los dos adjetivos que mejor lo definen. Es un libro exquisito porque es una perlita rescatada del mare magnum de los textos de cocina. Y es un libro delicioso porque, como sucede siempre que leemos un tratado de un tiempo más o menos remoto los textos que lo conforman pertenecen al siglo XVIII- surge en nosotros una sonrisa condescendiente o incluso tierna porque solemos pensar que los textos del pasado tienen algo naif, aunque no sea cierto.
Según parece, A.B.Grimod de la Reyniére, el autor de textos sueltos luego reunidos en el libro mencionado, no tuvo nada de ingenuo, sino que supo ganarse muy bien la vida elevando la comida a la categoría de arte y logrando la aprobación de la clase adinerada de su época porque gente que se desvive por consumir lo último de lo último hubo siempre.
Lo cierto es que los textos de este experto en el arte de armar banquetes resultan tan tentadores como los escritos de cocina de Leonardo Da Vinci o La fisiología del gusto de Jean-Anthelme Brillat-Savarin, contemporáneo y coterráneo de Grimod de la Reyniere y muy denostado por el prologuista del Manual de anfitriones y guía de golosos, Xavier Domingo. Aunque no hayamos leído su Fisiología del gusto, de Savarin ha llegado hasta nosotros un invento de uso frecuente en la cocina: el molde que tiene en el medio la especie de torrecita de castillo que permite una cocción rápida, pareja y le confiere a las preparaciones, ya sean dulces o saladas, una atractiva forma de anillo de bodas gigantesco.
Según consta en el Manual .Alexandre Balthazar Laurent Grimod de la Reyniere tal es su ampuloso nombre completo- vivió entre 1758 y 1837 y adquirió su fama durante el período del gobierno de Napoleón Bonaparte. Durante la Revolución Francesa, entre 1803 y 1812 publicó L´ Almanach des gourmands, donde realizaba críticas de comidas y ofrecía guías de restaurantes, una tipo de casa de comidas que, al parecer, nació en ese momento. Su Manual de Anfitriones y guía de golosos, según se indica en el libro, es una cita obligada en el ámbito gastronómico.
Pero vivimos en la época del ranking y lo que hoy hace su figura más atractiva es que es considerado el primer periodista gastronómico de la historia. Domingo define su trayectoria de esta forma: Antes de la Revolución Francesa se dio a conocer como goloso excéntrico, dotado de bastante genio publicitario, organizador de fastuosos banquetes en su espléndida villa de los Campos Elíseos, hoy embajada de los Estados Unidos en Francia. En esa época dilapidaba su fortuna y era un joven ´burgués progresista´. La Revolución y sus austeridades y su sangrienta violencia lo decepcionaron, y cuando levantó cabeza con el Directorio y sobre todo con los refinados fastos del Imperio, fue para inventar los primeros periódicos gastronómicos de la historia, sus célebres Almanaches. Pero ya sea en los Almanaches o en el admirable Manual de Anfitriones, Grimod de la Reyniere fue algo más que un amable cronista de restaurantes: fue un ideólogo consciente para la clase que había sustituido a la aristocracia en el poder. Él mejor que nadie, supo comprender hasta qué punto esa clase necesitaba un ´estilo´ y un savoir vivre propios, si quería realmente instalarse y perdurar. En este sentido fue mucho más que Napoleón, el modelador de la burguesía al establecer las fronteras en los usos y costumbres de cocina y mesa, más allá de los cuales se acababa el mundo de la ´gente honesta´ y comenzaba la barbarie.
Figura eximia de los siglos XVIII y XIX, Grimod de la Reyniere puede codearse con los más insignes de su tiempo, Sade incluido. Más allá de la cocina, hoy se lo relee como a un cronista agudo de su época. Él mismo fue el primero en entender la cocina como un hecho voluptuoso (casi sexual) y, al mismo tiempo, como un fenómeno semiológico. En este sentido, su modernidad es sorprendente.
Le gustaban los golpes de efecto, como cierta teatralidad en la preparación de una mesa y la forma de mostrarla a sus invitados a quienes recibía en el hotel Grimod. Sus comensales eran tan selectos que para sortear la guardia suiza que custodiaba la entrada debían decir una contraseña. Una vez dentro, permanecían en una habitación enteramente pintada de negro hasta que se levantaba un telón y en ese escenario iluminado podía apreciarse el fabuloso festín.
El ritual de la comida incluía muchas otras excentricidades imposibles de enumerar en esta nota. Así fueron sus famosas cenas a las que en 1789 agregó los no menos famosos Desayunos filosóficos. La teatralidad, que quizá fuera un rasgo gastronómico de época, también puede vislumbrarse en su receta para preparar huevos monstruosos, escenográficos, de un tamaño desmesurado cocinando por separado una enorme cantidad de yemas y de claras dentro de una vejiga de buey a baño María y luego juntando ambas cocciones con mucho arte.
Según parece, este periodista gastronómico, que también era abogado, tenía cierta pasión por el escándalo y en 1786 escribió una crítica teatral tan dura que fue procesado. Hoy diríamos que le tiraron un carpetazo. Entonces, redobló la apuesta y escribió un panfleto contra el sistema judicial y sobre ciertos magistrados, lo que le valió la condena al destierro de París y el encierro en el convento de Domevre, en Lorena, donde los monjes disponían de las mejores materias primas y de todo el tiempo del mundo para cocinar los mejores platos.
No puede decirse que sufrió la prisión, sino que, más bien, ese encierro le resultó revelador, ya que descubrió las bondades de la cocina natural, ligada a la tierra y opuesta a los platos churriguerescos es la palabra que usa el prologuista- que se preparaban en la cocina de los Luises.
Como todo pensador acerca de un tema determinado, enmendó la definición de goloso que figuraba en el diccionario. El goloso dice- no es sólo aquel que come con pasión, distinción, reflexión y sensualidad, aquel que no deja nada en el plato ni en el vaso, aquel que no inquieta jamás al anfitrión con una negativa, ni a su vecino con arrebatos de sobriedad. También debe aunar el más estridente apetito con cierto humor jovial sin el cual un festín no es más que una triste hecatombe. Con facilidad de expresión, debe afinar al límite su capacidad sensorial y adornar su memoria con multitud de anécdotas, historias y relatos divertidos con los que llenar el vacío entre los servicios, a fin de que las personas sobrias le perdonen su apetito.
La mesa no era para Grimod de la Reyniere un lugar sólo para comer, sino también para socializar de la mejor manera. Por eso, es muy estricto con los malos comensales capaces de derramar el vino arruinando para siempre un mantel por mucho que los imbéciles intenten ocultarlo cubriendo la mancha con sal. En su lista de invitados indeseables figuran, entre otros el médico amanerado y pedante que vuelca el agua cuando intenta servirla a una dama, el escritor patriota que, gesticulando siempre con un cuchillo hablando siempre de sus tristes obras, descuartiza el plato de caoba colocado ante él para sustentar la botella, o el poeta distraído que toma un plato de postre de porcelana que acaba de llenar, lo deja caer a un lado y rompe otros dos.
Quizá porque además de periodista gastronómico Grimod de la Reyniere fue abogado, sus conclusiones son condenatorias. Nada habla mejor de la falta de mundo que estos fallos de los que todos los invitados son víctimas, aunque el anfitrión sea siempre el que lleva la peor parte. Por eso, aplaudiríamos a los que alejan de su mesa e incluso cierran la puerta a esos perturbadores del orden manducatorio. No hay que tener escrúpulos y hay que mostrarse severo con la personas ineptas y maleducadas.
El primer periodista gastronómico no sólo elevó la comida a categoría de arte, sino también consideró un arte el ser un buen anfitrión. Es así que reporta una comida a la que asistió en casa del señor M. Según él, los platos eran exquisitos y abundantes, pero los comensales estaban sentados al azar, sin que el anfitrión se hubiera tomado el trabajo de agruparlos de acuerdo con sus afinidades. Por eso, una comida irreprochable desde lo gastronómico, le resultó un verdadero fiasco desde lo social.
Entre las veinticinco personas cuenta- había banqueros, almacenistas, militares, escritores, curas rurales, negociantes, artistas, magistrados, cómicos, poetas y diletantes. Probablemente, era fácil formar agradables grupos en razón de la vecindad, ya que es difícil mantener la conversación general en una mesa de veinticinco cubiertos. Luego de esta observación comienza a enumerar los desaciertos: Uno de los curas se encontraba situado entre un poeta y un cómico; el almacenista, al lado del juez; los artistas cerca de los negociantes; los militares al lado de los banqueros, etc. ( ) Durante toda la comida no se oyeron más que palabras entrecortadas y el ruido de los platos y cubiertos: fue poco a poco el único entretenimiento de estos comensales mal sentados.
Luego de presentar a este curioso personaje, el prologuista revela al final que Grimod de la Reyniere había nacido sin manos y que tenía en su lugar unas complejas prótesis metálicas que usaba a la hora de escribir o comer. Al leerlo resulta imposible no pensar en el joven manos de tijeras.
Desaforado en sus apetitos tanto sexuales como gastronómicos, este hombre excéntrico y creativo murió en su ley: se atragantó con un foi-gras que comía con mucho placer y nadie pudo hacer nada para salvarlo del ahogo.