Si algo persiste del viejo Imperio Austro-Húngaro que desapareció en la Primera Guerra Mundial (1918) es su cultura. A lo largo y a lo ancho de aquel vastísimo territorio, hoy troceado entre varios países, queda un legado artístico y cultural único. En ciudades de todo tamaño se erigen óperas, museos, academias de arte y universidades que suelen ridiculizar a sus equivalentes del oeste sobre el Mar Mediterráneo, donde el Sol y los bajos presupuestos construyeron de forma apelotonada, enclenque.

Un breve paseo en las costas españolas versus una caminata por Budapest sirven como prueba de la cuestión. Entonces flota en el aire de Hungría algo de eso, porque desde la llegada de Viktor Orbán el nacionalismo local está en ebullición. Se recuperó un orgullo perdido antaño. Tal vez por eso, el establishment occidental no lo traga en las páginas alemanas de Der Spiegel, o los británicos en cada revista y periódico. Según ellos, Orbán “rompe” los valores europeos que promueve la Unión y no “respeta” una democracia con “sana” alternancia.

Primero. “¿Y eso a quién le importa?”, contesta atónita ante la pregunta Olya, una lituana que se casó con un húngaro hace más de una década y experimentó todo el proceso de Orbán desde la llegada. Es economista y trabaja en una gran corporación de esas que administran medicinas en cada farmacia, desde La Quiaca hasta Japón. A ella no le apasiona la política, pero vio cómo toda la familia de su ahora exmarido volcó su apoyo total al líder.

“Hungría es un país ‘pobre’ dentro de la Unión Europea (PIB per capita de 22,000 EUR, la mitad que Italia) y la gente estaba cansada de que los alemanes se comportaran de forma colonialista en los asuntos internos, en la economía, en las regulaciones que llegaban desde el parlamento en Bruselas. Orbán pudo captar eso y muchos lo votaron por bronca al status-quo”, revela. Parecido a lo del león libertario, al que registra de inmediato.

«Acá todos conocemos a Milei, aunque sé muy poco de Argentina», se excusa, capuchino en mano, en una de las mejores panaderías de Budapest a diez minutos de la estación Kemesti. «Pero eso sí, me encanta su peinado», dice riéndose con una dentadura perfecta y profundos ojos verdes. Recién se enteró que el primer ministro podría seguir a Milei y Trump en la salida de la Organización Mundial de Salud, pero como a todo ciudadano de a pie la noticia tiene poca injerencia en su cotidianidad. Ya es la hora de salida de la formación ferroviaria con rumbo al profundo este del país, donde hace frontera con la incendiada Ucrania.

Segundo. El aire en la sala de prensa se volvió denso cuando el periodista ucraniano levantó la voz: «Si no ayudan a Ucrania, caerá y las tropas rusas estarán en su frontera. ¿Van a pelear contra Moscú o le darán la bienvenida a Putin?». Orbán fue de los pocos que, en la marcha sincronizada del europeísmo dictado por la administración Biden, decidió no seguir el compás. Su resistencia a la «causa ucraniana» que impulsó Joe Biden lo colocó en la vereda opuesta de Bruselas. Es uno de los pocos distanciamientos con Javier Milei, quien desde su asunción en 2023 se abrazó sin titubeos a la causa de Volodimir Zelensky.

«Hemos hecho lo que un país cristiano debe hacer. Hemos abierto las puertas, brindado ayuda humanitaria, gastado dinero de nuestros propios recursos en los refugiados ucranianos. Pero hay límites», dijo. «Si no podés ganar en el campo de batalla, negociá. Salvá vidas», explica con cintura pendular, la que en el Río de la Plata excitaría a cualquier peronista. Es uno de los tantos razonamiento que descolocan a sus críticos, los que lo acusan de ser el caballo de Troya de Vladimir Putin en Europa, un traidor a los valores europeos.

«No queremos pagar con nuestra economía las guerras de otros. Orbán defiende lo nuestro. Que los burócratas de Bruselas se ocupen de sus propios problemas», sentencia Zsuzsanna con la firmeza de quien ha vivido suficientes inviernos para desconfiar de las promesas extranjeras. Pisa los sesenta y, en el corazón de Debrecen, es parte del núcleo duro de votantes de ese abogado que irrumpió en la política a finales del siglo pasado con el ímpetu de un agitador juvenil y que, con los años, se ha convertido en la figura más longeva del poder húngaro.

Tercero. Melisa y Regina se conocieron en la universidad, entre moldes de yeso y modelos anatómicos, y hoy comparten tanto la vida como el consultorio. Dentista y asistente, pareja dentro y fuera del trabajo. No buscan aplausos ni banderas y, mucho menos, se sienten víctimas de ninguna maquinaria política. «No nos sentimos oprimidas», dicen con la serenidad de quien no tiene prisa, recostadas sobre una piedra al rojo vivo en las aguas termales de Debrecen.

Arriba, el vapor se enreda con la brisa fría; abajo, el tiempo parece diluirse. En Hungría, como en tantas partes, la vida sigue su propio ritmo, y la agenda de género, al menos en esta charla, no encuentra terreno fértil.

Lo mismo decía Olya en Budapest, con una tranquilidad que contrastaba con la imagen de un país en disputa. Su hijo mayor, a los 16, ya planea ser chef. La nena, de 10, aún no tiene destino decidido, pero ambos avanzan sin sobresaltos por la educación pública. «No hay problema en ser gay acá, pero tampoco hay plata para financiar marchas del arco iris», señala Regina, pragmática, con la certeza de quien entiende que hay otras urgencias.

Más allá del complejo termal, la ciudad se desparrama en parques y caminos donde las familias se sientan a comer al aire libre. La escena, vista con ojos forasteros, tiene su código propio: a la legua, cualquier húngaro puede distinguir a los gitanos, no por prejuicio, sino por costumbre. «Es una comunidad difícil de integrar, supongo que no es distinto en otros países», opina Robert, 46 años, taxista en la nueva economía de las aplicaciones. Se mudó desde Budapest, cansado del ruido y en busca de algo más parecido a la calma. Encontró, en cambio, una política que no lo convence. «Este gobierno es corrupto y no mueve un dedo con el tema», se queja, aunque le concede a Orbán un mérito que, para él, pesa más que cualquier otra cosa: «Puso plata en la policía y hay más seguridad».

Hungría, como la Argentina de Milei, desafía la ortodoxia globalista. Orbán lleva más de una década demostrando que la rebeldía, bien administrada, puede traducirse en longevidad política. Si Milei logra trascender la furia inicial de su electorado y construir un proyecto duradero, quizás dentro de unos años las comparaciones entre ambos dejen de ser anecdóticas y pasen a ser históricas. Tal vez, en una próxima cumbre internacional, no sean dos outsiders compartiendo escenario, sino dos hombres de Estado discutiendo el mundo que ayudaron a moldear. Y al que no le gusta, que se aguante.