¿Qué tienen en común la alta gastronomía japonesa, los inmigrantes camboyanos y laosianos en los bosques de Oregon, los deprimidos aldeanos de la Laponia finlandesa y los entusiastas campesinos del suroeste de China? Todos giran alrededor del matsutake, una seta escurridiza y subterránea, que prospera en los suelos áridos de los bosques arrasados por la industria forestal, a los que ayuda a recuperarse y reverdecer. Siguiendo el tenue filamento de este hongo, la antropóloga sinoestadounidense Anna Lowenhaupt Tsing reconstruye en Los hongos del fin del mundo las precarias redes de su recolección y comercialización, en los límites de la economía capitalista, y lo utiliza como metáfora para pensar nuevas formas de vida y organización en las ruinas de un sistema que solo puede prometernos el colapso.
La historia parece sencilla pero revela una trama compleja. El tricholoma matsutake es un hongo que obtiene el alimento de las raíces de un árbol anfitrión, pero a cambio le obsequia nutrientes que extrae del suelo mineral y esa colaboración ayuda a crear un suelo fértil. En Japón, el penetrante aroma de este hongo se ha convertido en símbolo del otoño, cuando brotaba en los bosques campesinos, pero estos bosques fueron arrasados para alimentar la reconstrucción de posguerra y con ellos desapareció el matsutake y su precio se volvió exorbitante, una suerte de trufa nipona. El alza en la cotización reveló la existencia de este hongo en otros puntos del hemisferio norte y así en Norteamérica, Finlandia y China se comenzó a organizar una red de suministro que desató una “fiebre del hongo” a escala global. El problema es que este hongo micorrícico no puede ser cultivado y se encuentra bajo tierra, por lo que su recolección es un trabajo incierto, precario y estacional, el tipo de “rebusque” propio de quienes han quedado -o se han situado por propia voluntad- al margen del sistema. Estos complejos vínculos entre hongos, árboles, bosques, destrucción y reconstrucción ambiental, capitalismo y periferia es lo que explora Anna Tsing en este trabajo.
Si bien, como explica Tsing, su libro se concibió en el marco de una extensa investigación académica entre 2004 y 2011, su escritura y su estructura se apartan del frío estilo del “paper”. Organizado en capítulos breves que estimulan la lectura, Los hongos… se desliza de la etnografía a la micología, de la crónica a la reconstrucción histórica, del ensayo a la economía e incluso a la poesía, en un texto abierto y desafiante que invita a ser completado por la reflexión y la experiencia de sus lectores.
En este libro, editado en Argentina por Caja Negra, Tsing se propone explorar, en sus palabras, “la indeterminación y las condiciones de la precariedad, es decir, la vida sin la promesa de la estabilidad”. El relato es conocido, desde la instauración de las religiones monoteístas se ha otorgado al “hombre”, la potestad sobre todos los otros seres de la tierra, para que obre a su antojo. La modernidad y la revolución industrial llevaron al extremo esta idea a través de la explotación sin límites de la naturaleza, adornándola con el relato del “progreso”, es decir, la riqueza natural era ilimitada y estaba a nuestro servicio y su explotación nos conduciría hacia un horizonte de dicha y felicidad para todos (los seres humanos). Ya derrumbado el relato del progreso y ante las inocultables consecuencias del expolio de los recursos naturales, del capitalismo solo queda el afán de lucro a toda costa, un extractivismo desenfrenado que en lugar de contener sus ansias ante la evidencia del desastre, las acelera, como si se tratara de obtener lo máximo posible antes de que todo estalle. El desafío que narra el libro consiste entonces en aprender a coexistir en la indeterminación y la incertidumbre, alumbrando nuevas formas de habitar en las ruinas que el capitalismo va dejando a su paso.
El ambicioso proyecto de investigación de Tsing la lleva de los bosques de Oregón, en Estados Unidos, a los de Yunnan, en China, pasando por Laponia, Finlandia, los lugares en los que el matsutake crece asociado a pinos y robles, para desembarcar finalmente en Japón, donde este hongo alcanza precios exorbitantes como delicado manjar en las mesas niponas (su precio puede llegar a los 2000 dólares el kilo). Con el matsutake como hilo (o micelio) conductor, la autora explora nuevas formas de vida vinculadas a la precariedad, pero también a la libertad de quienes se apartan de las normas y habitan lo que Tsing llama “el pericapitalismo”, una zona de frontera en el modo de producción regido por el mercado, como los inmigrantes camboyanos y laosianos que se internan en los bosques públicos de Norteamérica rememorando las selvas de su tierra natal.
En otro de los muchos aciertos del libro su autora amplía el concepto marxista de “alienación” de los seres humanos a los no humanos para transformar a ambos en recursos de inversión, en tanto han sido apartados y extrañados de sus contextos vitales, a fines de objetivarlos y convertirlos en activos poseedores de un valor para el mercado. La explotación de un activo (petróleo, madera, minerales) aísla este activo de todos los demás con los que está relacionado. Una vez agotado el recurso, la explotación se traslada a otro punto, dejando tras de sí un paisaje de ruinas. El matsutake surge en los bosques que han sido arrasados por la tala de la industria maderera y ayuda a los nuevos árboles a extraer nutrientes del suelo árido. A su vez se transforma en un nuevo recurso, pero uno muy particular, que solo existe en la interrelación con otras especies y cuya producción no puede ser objeto de una economía de escala planificada sino más bien del hallazgo fortuito de quien deambula por el bosque o la mirada experta del recolector que sigue huellas casi imperceptibles. En ese modo de existencia Tsing alumbra la posibilidad de pensar en un modo de producción que en lugar de la alienación proponga la interacción y la integración entre los seres humanos y su entorno, es decir, un nuevo contrato con la naturaleza.
Si a mediados del Siglo XIX Charles Darwin instauró la idea de la evolución como “supervivencia del más apto” y sintetizó ese proceso como una competencia entre especies aisladas, metáfora que arraigó con fuerza en el pensamiento social y económico, Tsing se apoya en la tendencia contraria, la “simbiopoiesis”, que señala la interacción y cooperación entre especies como condición esencial de la vida. Las interacciones producto del encuentro indeterminado de árboles, hongos y seres humanos en los bosques podrían ser el punto de partida para un nuevo paradigma, que incluya a los seres no-humanos en la discusión, algo que Tsing sintetiza en el concepto de “bienes comunes latentes”. El problema radica en que esos “bienes comunes” muchas veces son las ruinas que el modelo industrial deja a su paso, pero que la naturaleza logra recuperar para sí, algo que muestra muy bien Cal Flynn en Islas del abandono, un libro que tiene varios puntos de contacto con Los hongos del fin del mundo.
“La predisposición del matsutake a brotar en paisajes devastados nos permite explorar la ruina en que se ha convertido nuestro hogar colectivo”, afirma Tsing, de hecho, cuenta una leyenda no corroborada que el matsutake fue el primer ser vivo en emerger tras la bomba de Hiroshima. La decadencia del capitalismo parece multiplicar exponencialmente su capacidad de daño y destrucción del planeta. Pero tal vez, como parece decirnos Anna Tsing con una lucidez carente de optimismo en este libro fascinante, los hongos puedan mostrarnos el camino para descubrir nuevas alianzas en el mundo que nos espera.