En 1872, el millonario Leland Stanford, fanático del hipismo, sostenía la hipótesis de que un caballo a galope, en cierto momento, tenía sus cuatro patas en el aire. James Keene, presidente de la Bolsa de Valores de San Francisco y también criador de caballos de carreras, decía que eso era imposible: los caballos no volaban.
Para zanjar la cuestión, la leyenda cuenta que formalizaron una apuesta y con el fin de resolver la incógnita, Stanford contrató a Eadweard Muybridge, un inglés que era reconocido por sus experimentos fotográficos.
Lo que Stanford le estaba pidiendo le pareció una locura. ‘¿Imágenes de un caballo al galope? Es imposible’. Muybridge era muy consciente de las limitaciones de las cámaras, pero Stanford insistió hasta que aceptó el desafío.
Seis años, U$S 50.000, varios ensayos y otros tantos errores mediante, el fotógrafo mejoró su técnica. Así, en la pista del rancho de Palo Alto, propiedad de Stanford, el 15 de junio de 1878, Muybridge obtuvo una secuencia de fotografías que les dio la respuesta que tanto esperaban. La secuencia de fotografías de la yegua de carreras que luego se haría conocida como ‘El caballo en movimiento’ resolvió el misterio: aparentemente, los caballos sí pueden volar.
En octubre de ese año, la secuencia de fotografías llegó a la portada de la revista Scientific American que les sugirió a sus lectores insertarlas en un zootropo para crear la ilusión de movimiento con imágenes reales. Esta secuencia, una suerte de stop-motion, es considerada por muchas personas, la primera película de la historia o, al menos, la primera contribución al desarrollo del cine.
¿La primera?
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Poco a poco, el pequeño punto negro avanzaba a través del disco solar, hasta cruzarlo por completo. Era 9 de diciembre de 1874 y, desde Nagasaki, Pierre Jules Janssen observaba un nuevo tránsito de Venus. El quinto desde la invención del telescopio.
Este fenómeno había acaparado la atención de la comunidad científica porque, en 1716, Edmund Halley había enviado a la Royal Society una propuesta: usar los tránsitos de Venus para medir con precisión la distancia media entre la Tierra y el Sol, un dato tan relevante en astronomía que hasta tiene nombre propio: Unidad Astronómica (UA).
A lo largo de la historia se había intentado determinarla con diferentes métodos, pero, hacia comienzos del siglo XVIII, todavía no había ninguno demasiado preciso. Halley sostenía que lo único que se necesitaba era medir, desde dos lugares diferentes de la Tierra, el tiempo que tardaba el planeta en cruzar el disco solar y la longitud recorrida. Pero había un problema: los tránsitos de Venus ocurren en pares separados por 8 años, con una repetición ¡cada 105 a 122 años! Es decir, que había que esperar hasta 1761 para poder llevar la idea a la práctica.
Aunque faltaban décadas, el entusiasmo fue tal que se impulsó una gran colaboración científica internacional. Halley no llegó a ver los resultados: murió en 1745.
En 1761 se enviaron expediciones para obtener medidas simultáneas del fenómeno a más de 60 lugares. Pero, lamentablemente, los resultados no fueron muy buenos. Guerras, mal tiempo y el llamado “efecto de la gota negra” (una distorsión óptica que aparecía justo en los momentos claves: cuando Venus dejaba de tener contacto con el borde del disco solar y cuando comenzaba a tenerlo nuevamente) dificultaron realizar con precisión las medidas que se necesitaban para aplicar el método de Halley.
Ocho años más tarde se presentó una nueva oportunidad: el tránsito de 1769. Esta vez, con muchos más observadores oficiales. Dos años más tarde, y a partir de los datos obtenidos en ambos tránsitos, el astrónomo francés Jérôme Lalande obtuvo un valor de 153 millones de kilómetros para la UA con un margen de error enorme.
Era lo que había.
Afortunadamente, “pronto” ocurrirían otros tránsitos. Había que prepararse para mejorar las mediciones. No solamente era necesario instrumental más preciso sino, también, un mejor tiempo de reacción para cronometrar. La mayor limitación era la famosa “gota negra”. ¿Cómo resolverlo? Una opción era tener observadores muy entrenados. Pero la otra… la otra posibilidad era mucho más interesante.
Y por eso estaba Janssen en la cima de la colina Kompirama, en Nagasaki, ese 9 de diciembre de 1874.
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Pierre Jules Janssen tenía un espíritu aventurero y explorador y era un apasionado de las estrellas, especialmente del Sol. Se lo conocía como “el cazador de eclipses”. Había visitado Perú para determinar el Ecuador magnético, se había dedicado a estudiar el espectro solar en Italia y Suiza, y a realizar experimentos ópticos y magnéticos en las Azores. Todo un trotamundos.
Mientras analizaba en India el espectro solar durante el eclipse total del 18 de agosto de 1868 dio con algo extraordinario: distinguió con su espectroscopio una línea amarilla brillante que no coincidía con la de ningún elemento conocido. ¿Había descubierto en el Sol un nuevo elemento nunca visto en la Tierra?
Rápidamente se comunicó con la Academia de Ciencias. Justo al mismo tiempo, la Academia recibía la noticia de que el astrónomo Norman Lockyer había encontrado algo similar. Los dos trabajos independientes confirmaban el hallazgo.
Ambos estuvieron dispuestos a compartir el crédito por el descubrimiento de este nuevo elemento cuya existencia se corroboró cuando, en 1882, el físico Luigi Palmieri lo detectó en nuestro planeta mientras analizaba la lava del Monte Vesubio.
¿Su nombre? Helio, “Sol” en griego.
El descubrimiento del helio había sido un hito maravilloso para Janssen. Pero su espíritu inquisidor quería más aventuras. Cuando se enteró del próximo tránsito de Venus no lo dudó: Japón sería su nuevo objetivo. Conocedor de las limitaciones en las mediciones, se le ocurrió que podía aplicar técnicas de fotografía de una manera novedosa. ‘Si pudiera crear un aparato que tomara una secuencia rápida de imágenes, podría obtener resultados más precisos’, pensó.
Meses antes de la expedición, Janssen presentó su “revólver fotográfico” a los miembros de la Academia de las Ciencias de París. Considerado el primer aparato cronofotográfico de la historia, estaba basado en el mecanismo del revólver Colt. El cazador de eclipses usó su revólver fotográfico durante el tránsito de Venus de 1874 y tomó una secuencia de 47 fotografías. Lamentablemente, los resultados no fueron muy satisfactorios: las imágenes eran bastante difusas y eso, incluso, empeoraba el efecto de la gota negra.
¿Y si el futuro de la cronofotografía no estaba en la astronomía?
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“La propiedad del revólver, de ser capaz de dar automáticamente una serie numerosa de imágenes (…) nos permitirá acercarnos a la interesante pregunta del mecanismo fisiológico relacionado con el andar, con el vuelo y con otros variados movimientos”. Eso escribió Janssen en 1876, en una comunicación del boletín de la Sociedad Francesa de Fotografía. Apenas dos años más tarde, Muybridge resolvería el misterio del caballo volador.
El fotógrafo y fisiólogo Étienne-Jules Marey, admirado por los resultados obtenidos por Muybridge en Palo Alto, pero insatisfecho por la falta de precisión en las imágenes, tomó la idea del revólver de Janssen y la mejoró: en 1882 presentó la “escopeta fotográfica”. reemplazó la técnica de daguerrotipo del revólver por una placa de cristal reduciendo el tiempo de exposición. Luego, cambió la placa de cristal por una larga tira de papel sensible y mostró la primera película sobre papel en la Academia de Ciencias el 29 de octubre de 1888.
Ese mismo año, Muybridge les mostró sus fotografías de caballos a Thomas Edison y William Dickson quienes usarían esta serie en el kinetoscopio, la primera máquina de cine inspirada en el trabajo de Marey.
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Hoy, la forma de calcular la unidad astronómica es más precisa y se basa en señales de láser y radares. Conocemos su valor con un error de, apenas, algunos cientos de metros. Y el helio se utiliza para inflar globos de cumpleaños, pero también para realizar resonancias magnéticas, además de ser fundamental para naves espaciales, telescopios y monitores de radiación.
A partir del kinetoscopio y de las técnicas para proyectar dibujos animados, Louis Lumière, en una noche de insomnio, se imaginó el mecanismo que daría lugar al cinematógrafo. A la mañana siguiente se lo contó a su hermano, Auguste.
El 28 de diciembre 1895, hicieron la primera presentación pública de su invento. Bellísima y curiosamente, Janssen fue protagonista de dos de las primeras películas de los hermanos Lumière. «