Un mes atrás, el artículo de Tiempo titulado «Los porteños le declaran la guerra a las palomas«, que describía los nuevos métodos disponibles en el mercado para ahuyentar a esas aves, generó controversia entre los lectores, particularmente respecto de la estigmatización que sufren las palomas en los medios de comunicación a partir de información explicaban carente de validez científica. Señalaban algunas falacias, entre otras, que son plaga o que hay que erradicarlas, aseveraciones que construyen un imaginario cultural que genera animadversión y rechazo hacia la especie.
El tema de las «enfermedades que transmiten las palomas», uno de los principales argumentos de esa estigmatización, se da de bruces con estudios de la Organización Mundial de la Salud que afirmar que, por ejemplo, la ornitosis, por citar una de las enfermedades transmisibles por estas aves, es infrecuente en todo el mundo, y que la estadística indica que es más probable el contagio de una enfermedad a través de un perro o de un gato que de una paloma. En rigor, un estudio publicado por el Ministerio de Salud porteño en 2012 comprobó que no existe ni un solo caso de enfermedades transmitidas por palomas en la ciudad. El único caso registrado era el de una mujer que contrajo sitacosis, transmitida por un loro doméstico que había comprado en la feria de Pompeya.
Los mismos lectores alertaron sobre el erróneo concepto de plaga en términos de protección de la biodiversidad. Según BirdLife International, hoy hay 1375 especies de aves en riesgo de extinción. Entre las palomas, el caso paradigmático es el de la Paloma de Carolina o pasajera (Ectopistes migratorius), que a fines del siglo XVIII era la especie más abundante de aves en América del Norte y fue combatida con ensañamiento hasta ser extinguida. Martha, el último individuo de la especie, murió en cautiverio en el zoológico de Cinccinatti en 1914.
En un artículo de 2008, Cómo las palomas se convirtieron en ratas, el sociólogo estadounidense Collin Jerolmack procuró explicar: La modernidad plantea una frontera firme entre naturaleza y cultura. Los animales tienen su lugar, pero se los percibe como fuera de lugar, y con frecuencia problemáticos, cuando se percibe que transgreden los espacios designados para ser habitados por humanos. Jerolmack recopiló todos los artículos periodísticos que durante un siglo y medio fueron problematizando a las palomas como especie. Sostengo que las palomas han llegado a representar la antítesis de la metrópolis ideal, que es ordenada y desinfectada, con la naturaleza sometida y compartimentada. Su ofensa principal, dice, es contaminar un hábitat estrictamente diseñado para el uso humano.