Con cerca de 1400 millones de habitantes, que significan más de 970 millones de electores que pueden elegir a 2600 partidos políticos diferentes, impresionan las cifras de la estructura política de India. Por supuesto, al final existen articulaciones posibles, en un régimen parlamentario donde las mayorías pueden constituirse con representantes de varias corrientes. Esa no ha sido la tradición, ya que desde la independencia sólo dos partidos han logrado controlar el escenario del poder. Uno es el Partido del Congreso, si, ese de Gandhi, de Nehru, de Indira, aquel que condujo la lucha de liberación contra el Raj británico y estableció un Estado laico. Otro es el Bharatiya Janata Party (BJP), o Partido Popular Indio, heredero de aquél Janata que derroto al Partido del Congreso por primera vez en 1977, cuyo actual conductor y candidato es Narendra Modi, que pregona el “Hindutva” como idea central, o la identificación de la identidad india con la religión hindú.
Quizás haya que buscar el origen de la desafección popular hacia el Partido del Congreso en las políticas neoliberales aplicadas en los ochenta. En esa crisis de representatividad política a nivel global, el crecimiento de un partido como el BJP puede explicarse porque ofrece contención. El “Hinduvta” consolida un núcleo de votantes entre el 80% de la población que practica el hinduismo, aunque ese nacionalismo de origen religioso continúe o agrave la violencia endémica contra la minoría musulmana que cuenta con 15% de fieles y contra el casi 3% de cristianos.
Veamos un ejemplo. El primer emperador mongol Babur mandó construir en 1528 una mezquita en la ciudad de Ayodhya (está a unos 700 km al sureste de Nueva Delhi). Es donde nació Rama, una de las deidades hindúes más populares, que es considerado como un Rey bueno y justo. La creencia señalaba que esa mezquita estaba situada sobre el lugar mismo del nacimiento divino. En 1992, más de 150.000 manifestantes hindúes tomaron y destruyeron esa mezquita, con violencias que cobraron al menos 2000 muertos en todo el país, en su mayoría musulmanes. A principios de este año, Narendra Modi inauguró un templo dedicado a Rama, construido sobre las ruinas de la antigua mezquita, en una muestra de Hinduvta: «El 22 de enero de 2024 no es solo una fecha en el calendario, sino que anuncia el advenimiento de una nueva era», afirmó.
Narendra Modi nació en 1950. Proveniente de una familia de baja casta, de niño vendió té en estaciones de ferrocarril hasta comenzar una precoz militancia política en sectores radicalizados del nacionalismo hindú. El paso al BJP le permitió demostrar calidades de organización partidaria, siempre acompañadas de trabajo territorial. Además de contención, conducción. Eso le permitió llegar en 2001 al gobierno de Guyarat, su estado natal, donde desarrolló acciones a veces contradictorias, entre libre mercado e intervencionismo público. Las críticas sobre encarnar la versión local de una “populista de derecha” o “conservador”, como suelen calificarlo desde occidente, o la puesta en riesgo del Estado laico por exceso de hinduismo, críticas que vienen del Partido del Congreso, no le impidieron acceder al cargo de Primer Ministro en 2014. En estas elecciones va por el tercer mandato.
Calificado también como una persona cauta por sus partidarios, u oscura por sus detractores, Modi ha sabido establecer una modalidad de comunicación política que funciona en la India. Una vez por mes habla por radio, en una tonalidad entre paternal y empática. Dice representar la tierra y el pueblo en vez de las élites acomodadas. A veces da consejos para estudiar, aunque dice que nunca fue un alumno brillante, recomienda siempre vacunarse y practicar yoga. Poco importa que no todos escuchen radio: es una fuente de contendidos que son repetidos en todas las redes sociales, en los medios masivos de comunicación. La foto de Modi está tanto en los carnets de vacunación de los tiempos del COVID como en las garrafas sociales que distribuye a los más necesitados. Es afecto a los discursos de campaña y no brinda conferencias de prensa.
Según Reuters, los temas electorales en la India siempre evocan los precios, los problemas de casta, los casos de corrupción. Esta vez la dimensión internacional ocupa un lugar de privilegio. Es que Modi tiene reflejos: cuando estalló la guerra entre Ucrania y Rusia pudo repatriar 20.000 estudiantes indios de la zona de conflicto. La persona que orquesta las relaciones exteriores es el ministro Subrahmanyam Jaishankar, quien estuvo en puesto en Moscú, fue embajador en Beijing y en Washington. Conoce así el terreno donde desplegar la diplomacia india y cómo hacerlo. Frente a los reclamos europeos para que India participe de la movida occidental anti-rusa, el Ministro contestó que “Europa debe salir de la mentalidad de que los problemas europeos son mundiales y que los problemas mundiales no son problemas europeos”. La relación con Rusia existe desde los gobiernos de Nehru y Gandhi, tanto que hoy India revende al mundo el petróleo suministrado por Rusia. Esa amistad permite contrabalancear a China, el eterno rival que apoya a Pakistán, participar de los diálogos QUAD en materia de defensa junto con Estados Unidos, Australia, Japón y al mismo tiempo ser socio de Beijing en el marco de los BRICS. Tenemos problemas con China, dice, pero los podemos administrar. Según una reciente encuesta del multimedios India Today Group la cuestión internacional aparece por primera vez como una motivación significativa del voto hacia el BJP entre el electorado indio, con cerca del 20 por ciento.
Deberíamos hablar del desarrollo económico de la India, de los desafíos que enfrenta una sociedad todavía demasiado desigual. Nos falta espacio y conocimiento. En tiempos del Emperados Babur, la India representaba más del 25% del PBI global; la dominación británica la redujo al 3% en 1950. Hoy está cerca del 8,5%, y prevé alcanzar un 15% para 2030. Ahora le toca a la política. «