Después de un semestre en el que Estados Unidos y la oposición derechista de Venezuela reforzaron las prácticas desestabilizadoras contra el gobierno de Nicolás Maduro, el presidente bolivariano dio muestras de una afinada muñeca política que le permite, hoy, manejar con viento a favor la realidad electoral del país. En estos meses Venezuela vivió bajo presión. Desde maniobras aéreas y navales del Comando Sur estadounidense y la Royal Navy británica en áreas territoriales y marítimas en centenaria disputa con su vecina Guyana, hasta la apropiación de los depósitos de oro y las refinerías de petróleo, usurpados por Gran Bretaña y Estados Unidos. Y el retorno de las medidas de bloqueo económico, y el boicot de una oposición golpista a toda forma de diálogo civilizado y democrático.
Al fin, dentro de tres semanas, el 28 de julio, los venezolanos habrán de elegir a un nuevo presidente que asumirá el 10 de enero del año próximo y gobernará hasta enero de 2031. Maduro va por la reelección, y otros nueve (de los cuales sólo uno corre con posibilidades) participarán del acto. No hay balotaje, el presidente del sexenio será elegido por mayoría simple. Así lo dice la Constitución. Más allá de que para las nunca confiables encuestadoras, Maduro tomó una cómoda delantera, lo cierto es que el primer éxito del mandatario está dado por el hecho de que la oposición haya aceptado participar de los comicios. En los dos últimos, el boicot llegó al extremo de no presentar un candidato, una forma de desacreditar las elecciones y deslegitimar a quien resultara electo.
A un mes de las elecciones, el gobierno obtuvo otro logro, cuando además de Maduro siete candidatos firmaron un acta por la que se comprometieron a reconocer los resultados validados por el Comando Nacional Electoral, el Centro Carter de Estados Unidos y otras misiones de observación electoral (MOE) oficialmente invitadas. Esos siete firmantes no tienen posibilidades de ser electos, pero entre todos suman más del 11% del electorado, un índice considerable. En el convite estaban incluidos para actuar como veedores los expertos de la Unión Europea, pero el gobierno les retiró la invitación, después de que en un nuevo acto de intromisión la entidad europea volviera a erigirse per se en líder ético/democrático y les aplicara “sanciones” a personalidades de gobierno y empresas estatales venezolanas.
En todos estos meses Guyana ha sido el caballito usado para ahondar la desestabilización de la región. El tema: la soberanía sobre el Esequibo, un territorio de 160.000 kilómetros cuadrados con formidables reservas de hidrocarburos, oro, diamantes y manganeso, en litigio desde hace más de un siglo. Al aceptar el ingreso de tropas del Pentágono y de la marina británica, el gobierno de Georgetown instaló el conflicto en la agenda global. Además, con la ExxonMobil a la cabeza de un conjunto de empresas petroleras extranjeras –Total y SISPRO (de Francia), la International Investment (Nigeria), Liberty Petroleum (Estados Unidos) y la Corporación Nacional de Petróleo de China– que se disputan la participación en el negocio, Guyana sumó aliados que también avivaron la posibilidad de un enfrentamiento bélico. Y Venezuela movilizó efectivos de aire y tierra.
El recalentamiento de la situación regional incidió fuertemente en el contexto interno. De uno y otro lado –del oficialista Partido Socialista Unido de Venezuela y de la Plataforma Unitaria– se formularon apocalípticas predicciones, todas conducentes a imaginar, incluso, un final de campaña sangriento y la posibilidad de que la Plataforma retirara a su candidato, en un acto extremo de boicot. Pero nada pasó y desde el miércoles, con el inicio oficial de la cruzada electoral, los partidos reforzaron sus acciones proselitistas. Los herederos del chavismo tomaron la delantera y lanzaron la Gran Marcha por la Victoria, una sucesión de 70 movilizaciones que en diez días incluirá los 335 municipios más importantes del país.
Una multitudinaria manifestación en Caracas pareció confirmar, el jueves, los pronósticos de las encuestadoras que dan a Maduro como ganador. En los días previos nada acalló, sin embargo, las denuncias del gobierno, que se declaró “alerta y vigilante” ante una “nueva serie de planes conspirativos del extremismo opositor aliado a la Plataforma”. Habló de la voladura de puentes y el reinicio de la llamada guerra eléctrica que, meses atrás, conmovió al país con el sabotaje a varias centrales generadoras. En las denuncias, el presidente de la Asamblea Nacional Legislativa y jefe de campaña de Maduro, Jorge Rodríguez, incluyó al gobierno argentino de Javier Milei. Según Rodríguez, “la embajada argentina en Caracas es una cueva desde la que se planifican las acciones terroristas”. En la misión está asilada la totalidad del equipo de campaña de la Plataforma. Se consideran “perseguidos políticos”.
Y hubo un tercer éxito preelectoral, el mayor quizás, cuando el primer día de julio, Maduro destapó la olla al anunciar que Estados Unidos había aceptado volver al diálogo –un juego tantas veces iniciado y otras tantas interrumpido– en consonancia con lo firmado en Doha (Qatar) en mayo pasado. Es decir, eliminar las restricciones para que Venezuela pueda vender su petróleo y suprimir el bloqueo al Banco Central, “en el marco de negociaciones con pleno respeto a la soberanía y la independencia venezolanas”. Maduro puso a Joe Biden contra la pared sólo tres meses después de haber reimplantado las sanciones y a las puertas de unas elecciones que sellarán el futuro de los seis próximos años de la vida del país. Desmentir al bolivariano habría significado admitir oficialmente que Estados Unidos no juega el partido de la paz. El jueves 4, las partes volvieron a dialogar. «