La teoría literaria nos enseñó que, en la ficción, la primera persona no remite al autor, sino al narrador. Pero cuando se trata de lo que se da en llamar “no ficción” como es el caso de Mirlo (Seix Barral), el último libro de Guillermo Saccomanno, la cosa se complica, porque el relato autobiográfico al que se le atribuye un absoluto valor de “verdad” forma parte de la ficción. No es que mienta, porque la ficción y la mentira son dos tipos de relato que nada tienen que ver entre sí.

Mirlo tiene  como subtítulo Cuadernos de la amistad. Y de eso se trata, de los amigos que Saccomanno tuvo/tiene en Villa Gesell, la localidad costera donde recaló con espíritu de fugitivo, eligió para escribir al amparo del silencio y que alterna con sus estadías en Buenos Aires.

En el mundo de las series y las películas, que una historia esté “basada en hechos reales” parece considerarse un valor agregado. Quizá, pase lo mismo en la literatura. Pero qué son los “hechos reales”. Si de algo es imposible escapar es de la ficción. Lo reconoce el popio Saccomanno en el prólogo de Mirlo al decir que el libro fue escrito con voluntad de testimonio pero (…) por más realismo que me proponga, los citados no son, no serán nunca lo reales sino una interpretación subjetiva de los mismos, es decir, su mutación en personajes”.

Mirlo, Saccomanno en primera persona

-En Mirlo contás cosas de tu propia vida. ¿Es posible relatar sin hacer ficción?

-No, no es posible. Cuando contás, por ejemplo, una discusión con tu pareja, en el momento mismo en que la contás ya es ficción. Lo que contás quizá no sucedió en el orden en que lo estás desarrollando, lo que decís se puede leer de otra manera, seguramente habrá dos versiones contrapuestas. En este caso es la ficción de uno mismo. Lo mismo pasa con los amigos. En las charlas uno dice, «no, no fue así, acordate, yo estaba en la reunión y lo que vi fue otra cosa». Siempre existe una duda acerca de cómo fueron las cosas. Cuando se narra algo que se supone que es una verdad, pasa lo mismo que en “En el bosque”, de Akutagawa. Cada uno cuenta su propia historia.

Me parece que el libro tiene una trampita literaria. Hablás en primera persona, «mi hija tiene tal nombre y vive en tal, lugar…» Pero, al mismo tiempo, omitís los apellidos de la gente de la que hablás. De modo que para quien no conociera nada de tu vida, la identidad de los amigos de los que hablás quedaría anulada.

-Cuando pensé que si ponía Juan tenía que poner Forn y que si ponía Adriana tenía que poner Lestido me pareció que eso era un poco “figureti”. Me pareció que era algo más coloquial y más íntimo poner los nombres sin los apellidos, porque pensaba que poner los apellidos tenía algo de exhibicionismo tratándose de dos personas muy conocidas y estando yo en la tapa del libro. Quería darle a lo que narraba el aura de lo secreto, de lo íntimo. Me pareció que la cosa iba por ese lado.

De este modo que escribiste para por lo menos dos lectores muy distintos: el que te conoce y el que no es un lector asiduo, sino circunstancial y, por lo tanto, puede ignorar todo de tu vida.

-Sí, pero mi objetivo era no sacar chapa. Además, se trata de gente sobre la que escribí mucho. Creo ser el que más escribió sobre la obra de  Adriana y sobre Juan escribí mucho desde el duelo, desde el homenaje, desde lo crítico. Por eso, en el caso de Juan y de Adriana, que son dos “notables”, preferí guardar un silencio respetuoso e íntimo. En cuanto a los lectores, preferiría que lo leyera mucha gente que no me conoce porque de ese modo se universaliza un poco.

No creo que abunde mucho el lector que no te conozca.

-Mirá, ya se acercaron un par de lectores que me preguntaron, porque no tenían ni idea de Adriana a pesar de que yo nombro Madres e hijas, pero interpretaron que yo estaba hablando de mujeres presas.

Al principio del libro, cuando contás cómo se conocieron con el Francés decís que ambos eran “observadores antropológicos” de lo que pasaba. ¿El carácter de “observador antropológico” tiene que ver con la condición de escritor o es algo que tiene todo el mundo?

-Creo que el escritor es un observador permanente y hay una frase de Hemingway acerca de la mirada del escritor que me parece muy certera y que dice que un escritor debe andar con detector de mierda prendido todo el día a la caza de algo. Hemingway lo extrema, pero uno está atento todo el día prestando oído y observando, nada se le escapa porque siempre está pensando en la construcción del relato. Aunque esté involucrado en la situación, siempre trato de tener una perspectiva distante. No sé si eso procura objetividad porque no creo en la objetividad. Tampoco creo en la imaginación.

-¿Qué significa no creer en la imaginación?

-Que la literatura es para mí sentarse todos los días y trabajar. La imaginación viene cuando uno está trabajando, porque podés tener muchas historias en la cabeza, pero cuando la bajás al papel, toda historia se transforma por la propia lógica del trabajo. A lo mejor una historia que te parecía interesante cuando te ponés a escribir te das cuenta de que no la podés resolver, que no es verosímil, que no es creíble. Y cuando hablo de creíble lo aplico también al realismo fantástico, porque lo fantástico necesita también de lo real. Yo he escrito algunos relatos fantásticos. Una vez le preguntaron a García Márquez sobre el realismo mágico y dijo «en mi continente pasan esas cosas. Una vez vino un viento que levantó un circo en Brasil y apreció en la Patagonia». Creo que García Márquez y Borges son lo mejor que ha producido la literatura latinoamericana del siglo XX. Los dos trabajan con lo fantástico, pero lo fantástico tiene que tener un atisbo de realidad. Bueno, por ahí mañana pienso otra cosa. Siempre digo que no hay nadie peor que un escritor para hablar de sus libros.

En Mirlo equiparás la literatura, el amor, la amistad. Decís que en la primera frase de un relato ya está en germen todo el desarrollo posterior y que con la amistad y con el amor sucede lo mismo. Tu amistad con el Francés es un ejemplo, porque a través de la mención de un pintor como Botero ya se insinuaba toda la relación posterior.

-Es que la amistad es amor. Ese es mi planteo. ¿Por qué los hombres no pueden hablar de amor? ¿Por qué hay que sexualizar ese sentimiento? Parece que si hablás de amor viril estás hablando de otra cosa, estás agregándole un sentido que no tiene. Con la cuestión de los géneros hoy todo es problemático. No puede ser que haya una policía de los géneros en la escritura contemporánea.

Yo no hacía la comparación en ese sentido. Lo que quería decir era que escribir se equipara a un encuentro con otro, ya sea hombre o mujer. ¿Por qué es tan difícil poner la primera frase en un texto? Porque esa frase marca todo lo que va a venir después. Y en la amistad y el amor de cualquier tipo pasa algo similar. Uno no se relaciona con cualquiera. Hay algo intuitivo cuando se establece un vínculo que se parece a la primera frase de una narración.

-En el caso de El Francés, que tal vez es el más claro. Hay dos tipos que no se conocen y uno de los dos dice «Botero«. Eso funciona como una contraseña. Si este tipo sabe quién es Botero ya se establece una conexión, una pertenencia, hay una afinidad electiva. Esto pasa en muchas relaciones. Puede ser que te enamores de alguien porque te gustó su pinta, pero también puede pasar que más allá de la pinta esa persona sea  una tarambana.

Foto: Diego Paruelo

-Todos estos seres de los que hablás, entre los que estás incluido, están unidos, además, por un sentimiento común.

-Sí, por un sentimiento de pérdida o de fuga o de conciencia o negación de la fuga. Incluso, en algún momento pensé que el libro se podía llamar Fugitivos.

¿Y de qué huyen?

-A veces se dice y a veces no. Creo que hay algo en la naturaleza del fugitivo que tiene que ver con el secreto. Es como sucede con el pionero: su relato siempre comienza por el momento en que se constituyó en pionero, pero jamás te dice de qué venía escapando, de qué huía.

¿Y vos de qué huías?

-Hoy tengo una interpretación de ese corte que bien podría no ser así. Creo que me fui porque que estaba harto de cómo era yo en ese momento. Me vine a la Villa como una forma de sanación, adopté un modo de vida más espartano. Me vine acá también para limpiarme, porque chupaba como un condenado. Cuando salís a caminar contra el viento y volvés a tu casa no tenés ganas de tomarte un whisky, sino de prepararte una sopa. Claro que te faltan comodidades como las que tenés en Buenos Aires, pero creo que hay que preguntarse si uno es un escritor o qué.

-¿La vida espartana favorece al escritor?

-Mirá, cuando estoy en Buenos Aires me hacen entrevistas, tengo una especie de “famita”. El estar acá te libra de tu narcisismo, del cotilleo de la literatura, de las internas, del afán de figuración. Quizá en algún momento pertenecí a ese mundito del que hoy estoy afuera, por lo menos todo lo afuera que se puede estar. Con Adriana Lestido tenemos una admiración fervorosa por el director de cine Andréi Tarkovski, que concebía el arte como una religión. Sé que suena místico, pero sin ese sentimiento no podés escribir, ni pintar, ni componer música, ni hacer lo que hagas.

De un cuerpo a otro cuerpo

-Sé que escribís a mano en unos cuadernos determinados, que no escribís directamente en la computadora. ¿Por qué?

-Es una escritura que me entusiasma por el grado de concentración que propone, porque te permite una mayor reflexión sobre el texto. En cambio, si escribís en la computadora, cuando mirás la pantalla tenés la impresión de que el texto está terminado, porque está prolijito. Puedo escribir un artículo a los piques, pero para escribir un poema que jamás muestro porque me da vergüenza, para escribir un cuento o cualquier otro formato de ficción, prefiero escribir a mano y con silencio.

-Saer decía que la escritura es un cuerpo y que escribir a mano es como el pasaje de un cuerpo a otro cuerpo.

-Totalmente, es así. Después, cuando lo que escribiste a mano lo pasás a la computadora, ya es otra cosa. Ahí empezás a trabajar en otra dimensión que es ya la de la publicación.

En el libro contás que tenías un montón de cuadernos en los que escribías diarios y que decidiste quemarlos. ¿Por qué?

-Sí, tenía un montón de diarios y pensaba que algún día los iba a pasar en limpio siguiendo el modelo Piglia o Castillo, dos escritores que admiro. Pero después me di cuenta de que eso tenía un destino póstumo y que mis hijos no tenían por qué leer mis miserias, derrotas y resentimientos.

Un libro escrito por gratitud

-¿Qué te llevó a escribir un libro sobre la amistad?

-Mirá, mi literatura, por lo general, es oscura. Después de múltiples achaques y pérdidas tomé conciencia de qué poco tiempo me queda porque tengo 76. Por eso tenía ganas de escribir no te voy a decir que un libro optimista de autoayuda, pero sí un libro de gratitud hacia la gente que menciono en él, los que se fueron y los que quedan. Sí, un libro de gratitud, con la sensación de que hay muertos que andan por acá, muertos con los que tenés un diálogo. En el caso de los que están ausentes físicamente, tenía ganas de recuperar esas presencias. Es un librito un poco a lo John Berger, por eso al principio me refiero a los vivos y a los muertos. Eso viene de las doce tesis de Berger sobre los muertos. Por mis achaques pensé que este iba a ser mi último libro. Ahora estoy escribiendo una novela, pero tiempo atrás estaba convencido que iba a ser el último. Creo que si uno no tiene conciencia de la muerte, no puede escribir. Hablo de conciencia de la muerte, no de que te torcés un pie y escribís una novela del yo.