¿Se puede gobernar una nación sin leyes?
¿Es posible que exista un iluminado capaz de erigirse con toda su sapiencia y audacia y decidir por sí solo, o junto a un reducido grupo de consejeros, qué dirección ha de tomar su gobierno sin apego a norma escrita alguna? ¿Y que esa dirección esté pavimentada de reglas establecidas paso a paso conforme a lo que ese gobernante sabio y capaz considere necesarias para el Estado en certera lectura de lo que su pueblo necesita y demanda, y así complacerlo?
¿Es esto posible? Platón creía que sí.
Y si lo creía Platón, el filósofo más estudiado, comentado, seguido e interpretado desde la antigüedad clásica hasta hoy, alguna razón habrá.
Y a pesar de haber sido engendrado por la cuna de la democracia, Atenas, Platón creía posible que un rey, emperador o autócrata elegido de forma colegiada o por consagración propia era capaz de gobernar con suficiencia por encima de cualquier ley. Y más aún, consideraba que era esta la mejor forma de gobierno para cualquier Estado y que las leyes sólo entorpecerían sus acciones y hasta condenarían al gobernante, porque, decía, las propias leyes marcan el límite a cualquiera que intente superarlas, al establecer que «en ningún caso se puede ser más sabio que las leyes».
La cita pertenece a El político, obra de la etapa tardía de Platón. Allí propone que la ley, cualquiera sea, «no es la norma más justa», entre otras cosas porque trata sobre casos generales y descuida lo particular. Lo cual debiera ser reemplazado por la inteligencia superior de un monarca capacitado para tal fin.
La posición fijada por el filósofo parece avalar los numerosos y poco felices casos que a lo largo de la historia se apropiaron de la suma del poder público en la creencia de estar mandatados por fuerza popular o celestial. Príncipes, emperadores, conquistadores, primeros ministros investidos de poderes supremos, autoderrocados y devenidos dictadores, acaso presidentes con la aparente legitimidad incondicional de un voto masivo (pongamos un 56% en segunda vuelta) que se erigieron por voluntad propia o ajena en gobernantes todopoderosos dotados de una supuesta sabiduría suficiente para determinar lo que el pueblo quiere y requiere sin necesidad de someterlo a debate.
«El entendido, el verdadero político actuará con su arte muchas veces en interés de su propia experiencia, sin cuidarse nada de las normas escritas, siempre que se le ocurran otras mejores contra las ya redactadas», sentencia Platón en la obra que aludimos.
Ahora bien, quien quiera creerse avalado por el gran filósofo griego discípulo de Sócrates y autor de los famosos diálogos sobre la justicia, la virtud, el amor y el alma, entre otros, deberá reparar en algunos aspectos sustanciales.
En primer lugar, este basiléus (rey, en griego) de la ciencia y el saber descrito en El político es la representación de un ideal que el propio Platón ve de poco factible cumplimiento. Comparable con su Idea del Bien, el político real capaz de gobernar con total e infalible criterio de justicia es una rara especie, probablemente intexistente, aunque debería aspirarse a hallarla, como al unicornio. En su defecto, Platón propone como opción más terrenal a un monarca que rija con leyes escritas, como lo posible ante la ausencia de lo ideal. Este rey leguleyo es el opuesto a la peor forma de gobierno para el filósofo: la tiranía de un rey no científico que gobierne sin leyes.
Luego cree que una aristocracia con leyes es mejor que una oligarquía sin leyes. Y en cuanto a la democracia con leyes, la ubica en la última instancia de lo preferible, pero una democracia sin leyes es aún mejor que la oligarquía y la tiranía.
El problema para Platón con la democracia, coincidente no en el fondo pero sí en la crítica que hará más adelante su discípulo, Aristóteles, se entiende si se tiene en cuenta que la democracia ateniense no era comparable con las repúblicas modernas, con división de poderes y representantes indirectos elegidos por sufragio. Más allá de que en la antigua Grecia existía la esclavitud y las mujeres no tenían condición de ciudadanas, contra formas como la tiranía, la pionera democracia griega se presentaba lógicamente como un modo elegible por ser mucho más abierto, participativo y, valga, democrático de administración del Estado, la polis.
Pero la extendida asamblea donde estaban representados los demos, las comunas, con participación directa, nutrida y a veces bulliciosa, suponía para Platón algo similar a un caótico estado de anarquía de poco efectiva resolución para los asuntos públicos.
Finalmente, cuando el filósofo pensó aquella forma ideal de administración del Estado, sólamente se tenían presentes las experiencias mencionadas. Vieja conocida, y aún llena de problemas e injusticias, la monarquía era y seguiría siendo por siglos la más difundida. No existían todavía las experiencias del fascismo, que se valieron tanto de sistemas constitucionales para acceder al gobierno como de las pautas institucionales para asumir luego la totalidad del poder público con los resultados nefastos bien conocidos en la historia. «