A un mes de la desaparición de Santiago Maldonado, el Gobierno cambió de estrategia y, en términos de la ministra Patricia Bullrich, aceptó tirar gendarmes por la ventana. No fue por un súbito ataque de conciencia, sino por cálculo electoral: un focus group le advirtió al macrismo que su posición empezaba a ser insostenible incluso para sus fans.
Hasta ahora, el Gobierno, a través de su ministra, se dedicó a atacar a la víctima y sembrar pistas falsas en la opinión pública. El despliegue de desinformación procuró proteger a Gendarmería, la fuerza predilecta de la ministra. Acorralado por el reclamo público y las evidencias, el gobierno apunta ahora a encapsular la eventual responsabilidad en uno, dos o tres gendarmes que hayan llevado a cabo esa acción». El textual corresponde al jefe de Gabinete, Marcos Peña, quien inauguró el volantazo oficial durante su comparecencia periódica en el Senado.
En plan de controlar daños, el gobierno busca instalar ahora que a Santiago lo habrían golpeado gendarmes a los que se les fue la mano mientras hacían horas extras al servicio de Benetton. La hipótesis oficialista sugiere excesos y corrupción individual para desacreditar la figura de desaparición forzada, que remite a un secuestro realizado en el marco de una acción institucional. La táctica no es nueva: desde la dictadura para acá, los gobiernos buscan reducir los hechos de violencia institucional a casos particulares de uniformados que se «exceden» en el uso de la fuerza. Es el modo que tiene el poder político de atenuar su responsabilidad. Sin embargo, como advierte desde hace décadas la CORREPI, la violencia policial forma parte de un diseño institucional que promueve la mano dura y el uso de la fuerza pública para contener el conflicto social. Y la evidencia indica que el macrismo se propone hacer un uso intensivo de esa capacidad represiva.
En esta semana huracanada, el escritor Martín Caparrós publicó sobre el asunto en The New York Times. Con perdón del spoiler, el último párrafo merece especial atención. En la Argentina un hombre no aparece y esa desaparición se convierte en una crisis política. Es saludable que así sea, pero el gobierno, su principal damnificado, habría podido evitarla: les habría resultado casi fácil armar desde el principio una comisión para su búsqueda con personas idóneas de todos los sectores, reunir voluntades contra la violencia de una desaparición, y convencernos de que esa violencia es un problema nacional y que incluso les importa. No lo hicieron; si no saben o no quieren es una duda que, a esta altura, por repetida, resulta casi intrascendente.
En este caso, sin embargo, ocurre al revés: resulta imprescindible determinar si el gobierno actúa como lo hace por ignorancia o interés. Es lo que diferencia a la impericia de la complicidad.