La vida suele dirimirse en opciones de un binarismo primitivo y alarmante: partidarios del verano o partidarios del invierno; mar o montaña, dulce de membrillo o dulce de batata, amantes de los gatos o amantes de los perros  como si ambos no fueran criaturas igualmente entrañables.

Lo cierto es que hoy es el el Internacional del Gato y la literatura está plagada de gatos. Miles de escritores y escritoras han escrito sobre ellos y, es más, muchos han sentido que el gato era una suerte de médium que le dictaba palabras poéticas que estaban escondidas en algún rincón misterioso del mundo.

Algo así debe haber pensado la esotérica y enorme poeta que fue Olga Orozco, autora del libro Cantos a Berenice quien era nada menos que su gata. Leer esos cantos es comprobar, entre otras cosas, qué puede ser ese tigre bonsái que anda silencioso por la casa o que sobreviven como pueden en el rigor de la intemperie.

Quien lea Cantos a Berenice, no volverá a mirar un gato como antes de haberlo leído porque todo, incluidos los gatos, no son lo mismo para todo el mundo. La famosa frase “la única verdad es la realidad” suena convincente, pero es una falacia. La realidad no es algo unívoco que todos perciben de la misma manera, sino una construcción que cada cual hace a su manera.  

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Con cierto espíritu pragmático hay quien sostiene que si un animal tiene cuatro patas, una cola y ladra es un perro, pero ni siquiera esa sentencia pretenciosa es verdad. Mi perra Sarita tenía tres patas porque una la había perdido en un accidente y, sin embargo, era  una perra cabal, de esas que saben acompañar en silencio, abrigar y consolar en el dolor, compartir el calorcito de la estufa y la creencia de que, como diría Serrat, “solo vale la pena vivir para vivir”.

Mi perra Emma tenía cuatro patas y una cola, pero no ladraba, por lo menos no lo hizo durante todo el primer año que estuvo con nosotros. El rigor de la calle donde la recogimos la había enmudecido, había perdido el habla. Durante mucho tiempo fue muda sin dejar de ser perra.

Pero volvamos a los gatos. Le dice Olga Orozco a Berenice: “No estabas en mi umbral /ni yo salí a buscarte para colmar los huecos/ que fragua la nostalgia /y que presagian niños o animales hechos con la sustancia de la frustración./ Viniste paso a paso por los aires,/ pequeña equilibrista en el tablón flotante sobre un foso de lobos /enmascarado por los andrajos radiantes de febrero”  y dirá más adelante: “Y ya habías aparecido en este mundo,/intacta en tu negrura inmaculada desde la cara hasta la cola,/más prodigiosa aún que el gato de Cheshire,/con tu porción de vida como una perla roja brillando entre los dientes”.

Recomendación: si va a leer por primera vez Cantos a Berenice compre primero una buena reserva de pañuelos de papel, es un diario de duelo por una gata negra, un libro aterciopelado como el pelaje de Berenice y oscuro como la noche de su negrura.

Osvaldo Soriano amaba los gatos. Como ellos era noctámbulo. El escritor decía que fue un gato que entró de noche a su casa el que le permitió encontrar la clave para terminar su primera novela, Triste, solitario y final.

Todos los gatos, el gato

También Jorge Luis Borges amaba los gatos. Convivió una parte de su vida con un gato blanco al que llamó Beppo, como se llamaba uno de los gatos que más quiso Lord Byron, quien vivió rodeado de animales. En la troupe de animales que lo acompañaron a lo largo de su vida, hubo incluso un oso.

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En El oro de los tigres, Borges le dedica un poema al gato: “No son más silenciosos los espejos /ni más furtiva el alba aventurera;/eres, bajo la luna, esa pantera /que nos es dado divisar de lejos./Por obra indescifrable de un decreto/ divino, te buscamos vanamente; /más remoto que el Ganges y el poniente,/tuya es la soledad, tuyo el secreto./Tu lomo condesciende a la morosa /caricia de mi mano. Has admitido,/desde esa eternidad que ya es olvido,/el amor de la mano recelosa./ En otro tiempo estás. Eres el dueño /
de un ámbito cerrado como un sueño.”

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Los gatos se pasean silenciosamente, con sigilo, por varias obras Julio Cortázar, de Rayuela a Octaedro. Él solía decir que “un escritor sin gato era como un ciego sin lazarillo”

Es que acaso los gatos, amantes de la noche, puedan guiar por esa nebulosa que es la escritura cuando aún no ha emergido a la luz y se la ve claramente sobre la hoja blanca.

Cortázar aspiró a querer a las personas como se quiere a un gato: “Querer a las personas como /se quiere a un gato,/ con su carácter y su independencia,/ sin intentar domarlo, sin intentar cambiarlo,/
dejarlo que se acerque cuando quiera, /siendo feliz con su felicidad”

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Pablo Neruda le escribió una oda en la que lo define como “pequeño emperador sin orbe, conquistador sin patria, mínimo tigre de salón, nupcial sultán del cielo de las tejas eróticas…”

Los gatos son la encarnación del misterio y de la independencia quizá por eso se los quiera de esa forma intensa con que se desea lo  inalcanzable, lo imposible. Porque lo cierto es que por más que les ofrezcamos comida, les demos casa y abrigo, caricias y juegos, ese tigrecito de salón no se deja atrapar por las ofrendas. Nadie le pone el cascabel al gato.