La noche del 20 de diciembre de 1969, Universidad de Chile le ganó 2-0 a Unión Española en el Estadio Nacional de Santiago (el segundo gol, de zurda y de penal, lo marcó Rubén Marcos). Francisco Mouat nunca lo olvidaría. Tenía siete años y había sido llevado por Chepe, su padrino. Ese día no sólo debutó como hincha (de la U), sino que el fútbol lo atravesó de palmo a palmo. Aquel año su club fue campeón de Primera. Y seis meses después, el sol del Mundial de México 70, la imaginación poniéndole colores al campeón Brasil en la televisión en blanco y negro. Más tarde soñó con ser arquero, cuando la madre le tejió una cinta blanca de capitán a la manga de un buzo negro. A los 62, Mouat es escritor, periodista, librero y editor. Autor de Cosas del fútbol (1989), Nuevas cosas del fútbol (2002), Soy de la U (2013) y Paraíso canalla (2021), acaba de publicar Ser de la U. El jueves, mientras Chile caía 3-0 con Argentina en el Monumental por Eliminatorias, Mouat dio una clase en su taller de lectura. Sólo suspende o cambia el horario de clase por enfermedad o por cualquier partido (de la U).
—¿Qué viste en los festejos de gol para escribir?
—Esa cosa teatral. Hubo una época en que la cuestión degeneró mal, y lo digo en el sentido contrario, para fiesta de uno, que le permitía hacer un poco de literatura, escritura y humor a partir de la manera festiva, coreográfica y delirante en que se celebraran los goles, algunos espontáneos, otros producidos. En esa primera categorización en Cosas del fútbol había 17 maneras de festejar un gol. Cuando ampliamos esa edición encontré como 50. He dejado de hacer ese registro, quizá porque no veo hoy que el tema esté en el candelero. Sigue, pero no con la fuerza de los 90, principios de los 2000. Hoy te encuentras con peticiones internacionales importantes, como ocurrió en la final de la última Copa América. Primero, fue en Estados Unidos, y después el entretiempo duró más de lo habitual porque se iba a presentar un show de Shakira. El fútbol entró en una lógica más uniforme, estandarizada, donde el espacio para la improvisación, el divertimento, para lo lúdico, empieza a perder territorio frente a la imposición de esta industria de la FIFA tan enorme, feroz, que pareciera ahora irreversible.
—¿Por qué la jugada más poética del fútbol es cuando una pelota pega en el palo?
—Es la hermosa constatación de lo que pudo ser y no fue, de aquello que está a punto de ocurrir y no ocurre. Si el primer gran objetivo de cualquier partido de fútbol es anotar en el arco rival, un tiro en el poste del arco rival siempre provoca un ahogo del alma, una frustración, algo que no se consuma. Y un tiro en el poste del arco propio es un espacio de salvación, la imagen de aquello que en buena hora no ocurre. Es bonito lo que sugiere el tiro en el poste, que antes eran de madera y hoy tubular, y la pelota no rebota, vibra.
—Dijiste: “El fútbol se da el lujo de empatar 0-0”.
—Tengo un amigo, el más futbolizado del mundo, que celebra los empates a cero cuando detrás de ellos hay un juego táctico que alcanza a ver con una sensibilidad muy aguda que yo no tengo. A mí me cuesta más celebrar un 0-0, ver belleza en él, pero a veces puede ocurrir. Hay partidos que están llamados a terminar 5-5, o 4-3, y terminan 0-0 por una cantidad de situaciones extrañas, fortuitas, emocionales. Pero no es lo frecuente. En general, el 0-0 contiene una dosis de frustración, una carga de energía reprimida que no es menor. Belleza, sí, pero en 0-0 especiales, porque ese ejercicio de ajedrez en que a veces se convierte un partido, en donde todo está tan calculado, medido, donde hay tanto autocontrol y miedo a cometer un error que puede significar perder, no es algo que me divierta mucho. Hay 0-0 que son la peor versión de lo que no sólo pudo ser y no fue, sino de lo que no fue nunca, de lo que nunca llegó a ser. Ahí es cuando dices: “Por favor, dénme algo de emoción, regálenme aunque sea la posibilidad de equivocarse”.
—¿El fútbol sucede en el futuro?
—Siempre estamos escribiendo los partidos futuros. La magia del fútbol es que nunca sabés lo que va a pasar. Un viejo periodista deportivo chileno, Julio Martínez, decía que “las penas de fútbol se pasan con fútbol”, que “todos los domingos hay una posibilidad de revancha”. La gracia es que siempre hay algo por ocurrir, nunca se detiene. Cuando termina el campeonato hay una pequeña tregua, pero uno ya está empezando a pensar en lo que viene, y cuando las cosas no resultan, el primer gran consuelo es imaginar, aunque nunca tengas comprado nada del futuro, que en el próximo partido haya algo que va a ocurrir y que puede ser magnífico, un destello de felicidad en tu vida. Es uno de los trucos del fútbol: nos mantiene en estado de alerta permanente. Termina un partido de tu equipo y pensás en el otro.
—¿Cómo es el cuadro de situación del fútbol chileno, con sus clubes—sociedades anónimas deportivas (SAD)?
—Entiendo al fútbol en una dimensión social conectada con barrios, comunidades, con cierta sensibilidad en donde uno es socio, no “abonado”, como les gusta nombrarse a los que adhieren a la estructura de sociedades anónimas. Me gusta la idea del club social y deportivo. Y, sin embargo, esa figura, por sus conducciones erráticas o porque en el mundo el dinero es cada vez más protagonista, empezó a quedar en evidencia en su dificultad para gestionar estos clubes sociales y deportivos de manera eficiente. Ahí entonces entró la aplanadora de los capitales privados, el apetito de los intereses, algunos vinculados al fútbol y otros sin ninguna relación. Vieron una oportunidad de hacerse de clubes. Lo que puede sonar en un principio no necesariamente un problema, es decir que hinchas de determinado equipo con mucho dinero puedan apropiarse de esta nuevas entidades y desde allí gestionarlas para prodigarles éxitos deportivos, de pronto deviene también en otra figura, la que probablemente más se ha expandido, que es ver en el fútbol una plataforma, un trampolín, sólo para hacer negocios. Y allí, en Chile, entramos en un territorio que deja en evidencia que no porque haya habido malas gestiones de clubes sociales y deportivos, la solución de convertirlos en sociedades anónimas significó un avance en el fútbol, en lo deportivo y en la gestión. Hoy tenemos clubes sociedades anónimas que no cumplen con nada de lo mínimo, de lo básico, de lo que se supone que es un club. La solución resultó el inicio de una nueva enfermedad.
—¿Hacia dónde va la industria del fútbol?
—Jugadores jóvenes con condiciones se van generalmente de Sudamérica, y uno entiende que son muchachos que quieren asegurar una plata que a lo mejor aquí no la van a tener. Pero, junto con eso, y es común, los equipos y las selecciones se analizan con sus tasaciones, cuánto vale cada jugador. Pareciera ser, lejos, lo más relevante a la hora de compartir información. Entonces hablamos demasiado de plata cuando hablamos de fútbol, de dólares, euros, de porcentajes de propiedad del pase, de quiénes son los representantes, de los ítems que hay que cumplir en los contratos. Mejor dediquémonos a otra cosa, o miremos al fútbol desde otro lugar, porque si nos metemos a jugar en esas ligas en las que no sólo no queremos participar, no podemos, porque no tenemos capital. Nunca me interesaría ser el propietario del club de mis amores. No es moralizante, pero no quiero ser dueño de un equipo: quiero ser parte de un colectivo, uno más de un ánimo que nos convoque, que nos provoque y entusiasme, más allá de lo que acontezca en una cancha. No quisiera que esto derive hacia un lugar extraterrestre, donde nos termine dando lo mismo dónde se juegue porque alguien lo va a transmitir por televisión y vamos a estar todos enchufados a unos celulares para ver un partido que quizá sea virtual porque no sabemos ni siquiera dónde se está jugando. El fútbol del futuro puede ser una ciencia ficción, si es que no hacemos algo para que vuelva a ser mirado de un modo más primigenio.
—¿Cómo son tus héroes del fútbol?
—No me atrae mucho contar la historia de un crack como el Matador Salas, por ejemplo, identificado con la U y con River, y luego en Europa, su Mundial 98 en Francia. Cuando uno analiza los recuentos de goles de Salas, decís: “Qué monstruo, qué jugador extraordinario”. No tengo nada con Salas. Lo que quiero decir es que está tan visto, hay tanto foco sobre él, que no se alcanza a penetrar en lo más íntimo, recóndito, profundo, y probablemente fracturado, que pudiera haber detrás de la gran estrella. Seguro lo hay, pero es más difícil de advertir. La gracia de entrar en otro tipo de historias, donde la derrota es más evidente o la posibilidad del fracaso está a la vuelta de la esquina, abre mayores posibilidades del desarrollo de algo que después perdure en el tiempo y que no esté condicionado al éxito o fracaso deportivo. Me interesan las historias que, a través o con el pretexto del fútbol, nos permiten contar algo con mayor fuerza, potencia y lucidez del alma humana. Es ahí donde me gusta fijar la vista. Alguna vez escribí una crónica sobre el Huaso Romo en sus últimos años, “Los brindis del Huaso Romo”. Él administraba una chuchería, andaba perdido, con el pelito engominado, y vivía en una pieza empobrecida pero digna. Había sido campeón en la década del 40 en Chile, con un Audax Italiano muy bohemio, y ya nadie lo reconocía en un estadio. Y, sin embargo, había una dignidad en su estampa, pero que ya no tenía nada que ver con que había sido un crack del fútbol, sino con la de un hombre que envejece y que sabe que se va a morir pronto y que sigue allí, estando cerca de un rectángulo de pasto donde alguna vez fue feliz.
—¿El fútbol tiene su propia estética?
—Va desde la danza hasta la guerra, el combate cuerpo a cuerpo. Cuando se ve el fútbol desde arriba o desde al ras del pasto, se ven cosas completamente distintas. Cuando estás cerca del campo, ves el nivel de fricción, de roce, sientes el sonido del viento cuando un jugador corre, cuando la pelota rastrilla el pasto. Hay una cosa física, sensorial, corpórea. Sin embargo, cuando se ve a la distancia, y ni hablar cuando se ve por televisión, los sentidos se fijan en otras cosas. Ves ciertos movimientos desde la altura, y las geometrías cambian, y los sonidos pasan a ser los que se escuchan en la tribuna más que los gritos que pueden haber en un campo. Depende desde dónde se mire, se repara en cosas. Cuando se mira por televisión hay cosas muy bonitas, también. La cámara lenta, la plasticidad, esos videos que luego se editan y se ven en las redes sociales. Si tuviera más tiempo me podría pasar horas y horas viendo esos compendios de videos que son alucinantes. Y luego está la transmisión radial o la lectura, que te ofrecen la conexión con el lenguaje, ya que la palabra es capaz de articular algo nuevo. Todo entra en un ejercicio de imaginación y ahí celebramos a aquellos relatores que son capaces de convertir en poesía un partido que, a lo mejor, no alcanza a construir ni medio verso en la realidad física.
—¿Por qué te interesaste en “el gol más largo del mundo”, la palomita de Aldro Pedro Poy a Newell’s en el Nacional 71, que ganaría Rosario Central, primer título de un club del interior?
—Participé en las celebraciones en Santiago, Mar del Plata, fui al Centenario de Montevideo, en Rosario tres veces, y hasta seguí de manera virtual alguna paloma de Aldo Pedro Poy, y telefónica, cuando nos reunimos con un grupo en Chile cuando se celebró en Miami. Siempre seguí muy de cerca la celebración de los 19 de diciembre con la OCAL, la Organización Canalla para América Latina, o Anti Lepra. Y pensé en articular algo a partir de ese gol más largo del mundo y redundó en esa novela corta, Paraíso canalla. Fue un modo bonito de reescribir el cuento del Negro Fontanarrosa, 19 de diciembre de 1971, y de darle una vuelta a una camiseta con la que me encariñé muchismo, la de Rosario Central, justamente por Fontanarrosa, sus amigos y Aldo Pedro Poy. Hay humor y memoria en cómo una palomita se convierte en emblema de un grupo de fanáticos. La Navidad de la OCAL es la fecha de nacimiento de Aldo Pedro, que el 14 de septiembre cumplirá 79 años. Se van a cumplir 53 de la palomita. No creo que haya un gol que se haya celebrado tanto en el tiempo de manera ininterrumpida. Hay un plan a futuro para mantener viva la celebración: la clonación. De la OCAL espero cualquier cosa.
—“El deporte permite hablar del mundo, de la vida, de la política, de la sociedad, de la gente. Por eso voy a seguir escribiendo sobre el deporte. Porque es la mayor máquina para la creación de narrativa. Y si usted escribe algo sobre el juego, sea juguetón”, dijo David Goldblatt, sociólogo inglés. ¿De ahí que recurras mucho al humor?
—Me exaspera la gravedad en el fútbol, cuando toma el espacio e impone ese tono. Si el fútbol ha penetrado de la manera que ha penetrado en el mundo, más allá de la pasión que remueve algo inexplicable, es porque nos pone de cara a lo absurdo. Hay absurdo en el juego y nos gusta, lo necesitamos, del mismo modo que necesitamos la tregua, que termine un partido, descansar de ese estado de apasionamiento. Y después, en la charla distendida, pasar revista a aquello e incluso fijar la vista en todo lo ridículo y jocoso que pudo haber ocurrido dentro y fuera del campo, porque así la vida se hace infinitamente más llevadera, y finalmente más conectada con lo real. El juego del fútbol lo llamamos, desde su origen, juego. Hay que ponerse serio, ahí sí, para no desnaturalizarlo como un juego y para no convertirlo en apenas un negocio, sino en algo que nos conecte con las emociones, las contradicciones y las dificultades, y con destellos de luminosidad.
—¿Qué cosas de la vida se meten en las cosas del fútbol?
—El título Cosas del fútbol tiene que ver con aquellos imponderables, cuando no encontrás una explicación, cosas que no podemos explicar sin decir ese lugar común, esa frase recurrente. Una de las cosas de la vida que se cuelan en el fútbol, y es muy atractivo y relevante, son los vínculos, los afectos y los sentidos de pertenencia que, de pronto, se transmiten de padre a hijo, de tío a sobrino, de hermanos mayores a menores, de amigos a otros, intentando hacerte parte de un mismo coro. Quizá seguimos a una camiseta pero más que seguir a esa camiseta en particular estamos teniendo una pequeña gran comunidad, o vemos que en esa gente diversa hay algo más que unos colores de camiseta que nos vinculan. En Ser de la U hay un intento de exploración de eso. Y me di cuenta, en el momento de ir escribiéndolo, que una de las cosas que más me importaron y me siguen importando es esa: los vínculos, que todavía me enamoran.