“¡El país argentinoide!”, grita Osvaldo Lamborghini desde el epígrafe de ¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos?”. Giño cómplice de Michel Nieva antes de lanzarse a rienda suelta por la gran llanura de los chistes de una Argentina fragmentada entre la salvaje barbarie analógica y la civilización digital trunca. De la cruza de la gauchesca y el cyberpunk nacen sus relatos: Ficciones gauchopunks.

Ese es el título del nuevo libro de Nieva que acaba de sacar a la luz Caja Negra Editora en su colección Efectos Colaterales. La obra está engordada con la mencionada ¿Sueñan los gauchoides…  (2013) y Ascenso y apogeo del Imperio Argentino (2018), primerizos ejercicios en prosa del joven y celebrado escritor de 36 años, elegido en 2021 para el equipo de los sueños de la literatura en castellano de la revista Granta.

La ciencia y la ficción

Son dos delgadas novelas de aires sci fi, que habían tenido una circulación algo acotada en la pasada década, durante el epílogo gris del segundo kirchnerismo y la corta pesadilla cambiemita. Fueron publicadas originalmente por el sello Santiago Arcos, editorial de culto comandada desde su búnker de la calle Puan, frente a la Facultad de Filosofía y Letras, por el recordado Miguel Villafañe, lector de estirpe anarcopunk.

“Como tantas aventuras de la cultura independiente en Argentina, estos libros naufragaron recurrentes tormentas (económicas, personales, políticas) y también nos depararon algunas alegrías, entre las que nunca se incluyó el superávit comercial”, escribe Nieva en la Nota a la edición. El escritor y Villafañe venían del futuro. Anticipaban que era horrible.

Post pandemia, precarización derechosa de la vida, dictadura tech y fetichización de la técnica en las narrativas capitalistas, la tormenta perfecta que sepultó el realismo y la autoficción. Vivimos tiempos de tierra arrasada donde reina la ciencia ficción: lente alucinógeno que hace foco en las alucinaciones del presente. Nieva trae sci fi de estas pampas del diablo, en lengua gauchesca, nacional y popular.

En ¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos? -sí, muy Dick, como debe ser- un muchacho cranea una bebida a base de jugo de mouse y desbanca a la Coca-Cola, un androide gaucho se revela contra la autoridad -suerte de Martín Fierro/Bartleby- y Domingo Faustino Sarmiento en clave gore no escatima en sangre cuando revive zombi .

Una ucronía repleta de humor propone en la segunda novelita el autor del ensayo Ciencia ficción capitalista (Anagrama, 2024): Argentina es un magno imperio que domina la Tierra, el universo y más allá. Cualquier parecido con las propuestas delirantes de las fuerzas del cielo mileístas no es pura casualidad. Hay una orga antifrancesa que toma los fierros para defender una invasión, hay enredos policiales que incluyen un soneto queer escrito por Perón, hay andanzas y desandanzas de un robot y un cautivo y hasta correrías en la pampa vertical de Júpiter.

“¡Sombra terrible de Sarmiento voy a evocarte para que, sacudiendo a los enardecidos turistas que cubren de fotos tu imponente mausoleo, te levantes a explicarnos las victorias militares y avances técnico-científicos que enaltecen las entrañas de un intergaláctico pueblo!”. Al gran pueblo argentinoide y su magno escritor Michel Nieva, ¡salud!

Ficciones gauchopunks: sci fi, civilización y barbarie
Una muestra gratis del libro

La caja traía seis piezas (cabeza, brazos, torso y piernas, que eran de muy fácil ensamblaje) además de ropa y una guitarra. Una vez que lo armé y lo vestí, su piel fue aban­donando la palidez hasta hacerse rosada; sus soñolientos párpados se alzaron y el rostro, antes inexpresivo, se ilumi­nó de un no sé qué cándido: como la expresión de un niño, imaginé, que despierta.

Salud, patrón, soy don Chuma, se presentó. No necesité escandir su primera oración: octosílaba.

Al androide, o gauchoide, para ser más precisos, lo había comprado cuando volví a Buenos Aires de Colombia, después de las extrañas circunstancias que me habían de­parado el libro Papelera de reciclaje. Mis desarreglos men­tales, el temor a una nueva recaída o, sin más, a la pura de­mencia, me habían sugerido la necesidad de una ayuda para mis faenas cotidianas, que transcurrían en la soledad del departamento donde trabajaba y vivía. Por otro lado, como mi familia era de campo, de San Antonio de Areco, y como había pasado allí mi infancia, pensé que la compañía de un androide modelo gauchoide,  hasta donde era posi­ble, estimularía un nuevo contacto con esos años tan feli­ces de mi vida , y quizá así, también, sobrellevaría mejor mi depresión.

¡Y qué alegría y qué alivio habían sido esos primeros días con don Chuma, mi gauchoide!

Sin ofrecerle demasiadas instrucciones, de manera in­mediata aprendió dónde se guardaba cada utensilio do­méstico, y ya desde la primera mañana me acostumbré a despertar y a caminar guiado por el olor de las tortas fritas que él dejaba, junto al mate, sobre la mesa. Sabía amenizar estos desayunos rasgando su guitarra mientras recitaba al­guna estrofa del Martín Fierro o de Santos Vega, que cono­cía enteros, o bien zapateando una chacarera. Tampoco me escatimaba (él no lo sabía, instaladas artificialmente en su memoria) anécdotas sobre la vida en el campo: los atarde­ ceres de ginebra en la pulpería, con los paisanos; el senti­miento oceánico y casi místico de galopar la pampa sobre el zaino; algún duelo remoto que justificaba cierta cicatriz de su frente; el recuerdo de alguna china que explicaba cicatri­ces de las otras, las del corazón, entre otras historias que se desplegaban por las sobremesas de las comidas, y que me endulzaban de una manera inexplicable.