Luego del agitado comienzo, el 33° Festival Internacional de Cine tuvo sus primeras jornadas de proyecciones en las que ya comenzaron a verse algunas películas que alcanzan por sí solas a justificar esta edición del festival, uno de los más importantes de los que se realizan en la Argentina (junto al Bafici) y el único de Clase A de Latinoamérica, categoría que integra junto a sus pares de Cannes, Venecia o Berlín, entre otros.

Entre las grandes películas ya han pasado por las pantallas durante estas primeras jornadas pueden mencionarse In Fabric, cuarta película del británico Peter Strickland que participa de la Competencia Internacional, o Hotel by the River, del cineasta coreano Hong Sang-soo, que integra la sección Autores, que reúne nombre de la talla del griego Yorgos Lanthimos, el americano Frederick Wiseman , el inglés Ben Wheatley, el ucraniano Sergei Loznitsa, el francés Olivier Assayas, el rumano Corneliu Porumboiu, los españoles Carlos Vermut y Albert Serra, el suizo Jean-Marie Straub y el crédito local Raúl Perrone. Ambas películas vuelven a plasmar en la pantalla las identidades cinematográficas de sus creadores, confirmando además sus enormes talentos.

No menos interesante resultó recorrer los caminos laterales que este año propone el festival a través de sus secciones no competitivas, en las que por lo general suelen habitar esas películas que acaban convirtiéndose en inolvidables. Y comprobar además que estas secciones no solo aportan variedad a la programación, sino que al mismo tiempo pueden convertirse en una demostración de la unidad estética de un conjunto integrado por más de 270 títulos. Reconocer esas conexiones que van dando forma a la identidad de este Festival de Mar del Plata es un desafío que se acepta gratamente.

Ese juego puede intentarse a partir de poner una junto a la otra dos películas que parecen no compartir demasiado ni desde lo estético ni desde lo narrativo, pero que sin embargo, como si se tratara de un díptico, superpuestas pueden ofrecer una poderosa mirada del mundo. Algo así ocurre con Thunder Road, ópera prima del estadounidense Jim Cummings, y Belmonte, el cuarto trabajo del cineasta uruguayo Federico Veiroj. La primera es una comedia que integra la sección Sentidos del Humor, incorporada a la programación del festival en esta edición, y la segunda también participa de la Competencia Internacional.

Ambas tienen en común que sus protagonistas son hombres en crisis, divorciados, con situaciones no resueltas en los vínculos con alguno de sus progenitores, sumamente sensibles y padres de sendas nenas, cuyas figuras funcionan como única ancla que aún los mantiene cuerdos. Tanto una como la otra son comedias, aunque manejan códigos humorísticos muy distintos. Mientras que la creación de Cummings trabaja sobre el desborde, moviéndose entre el ridículo y una ligereza que es solo aparente, la de Veiroj es más áspera, seca y expresivamente minimalista. Y mientras se puede definir a  Thunder Road como una comedia típicamente norteamericana, Belmonte vuelve a ser, como ocurre con el resto de la filmografía de su director, un reconocible retrato de lo uruguayo.

Aunque comparten angustias y estados emocionales, los dos protagonistas no pueden tener vidas más diferentes. Jim Arnaud es policía, típico oficial de calle de una pequeña ciudad al que la muerte de su madre, una ex profesora de danza, le hace perder el eje emocional. La primera y larga escena en la que el pobre Jim intenta representar una coreografía sobre una canción de Bruce Springsteen en el funeral, vestido con su uniforme azul y delante de su ex esposa y su hija Crystal, resulta un notable ejemplo de cómo es posible jugar con la vergüenza ajena sin burlarse de los personajes.

Por su parte Javier Belmonte es un pintor montevideano especializado en desnudos masculinos, de pocas palabras y escaso rango expresivo, cuya obra goza de cierto prestigio al otro lado del Río de la Plata. Sin embargo Javier parece abrumado, incapaz de recomponer su vida después del divorcio con la madre de su hija Celeste, a pesar de que ella espera un segundo hijo con su nueva pareja. En la primera escena de la película Javier le muestra sus obras a un comprador. Colocando al pintor delante de uno de sus cuadros y a partir de un juego de superposición creado por el punto de vista de la cámara, el director consigue que el pene de la figura pintada en el cuadro que está detrás parezca ser el de Javier, provocando un momento cómico tan infantil como efectivo.

Justamente una masculinidad en estado crítico que intenta volver a reconocerse es uno de los temas que comparten ambas películas. Una masculinidad más sensible, es cierto, pero que aún conserva algunos vicios del viejo orden machista, aunque los protagonistas hagan el esfuerzo de tratar de encajar en el nuevo paradigma. Tanto Jim como Javier quieren con toda su alma enriquecer el vínculo con sus hijas, pero al mismo tiempo se encuentran con la resistencia de sus ex mujeres. Mientras que la ex del policía inicia un juicio de divorcio para quedarse con la tenencia absoluta y poder mudarse a otra ciudad, la del pintor apenas es reacia a permitir que la nena pase un día más a la semana con el padre. A pesar de la diferencia en los grados del conflicto, los dos hombres se ven afectados notoriamente por esas dificultades aparecidas en el canal afectivo con sus hijas.

Tanto Cummings como Veiroj consiguen retratar con ternura la forma en que estos dos tipos vulnerables tropiezan consigo mismos, con sus propias taras masculinas, en busca de generar el ansiado lazo con sus hijas, el contacto necesario para continuar dentro del mundo. No es extraño que ambos directores rodearan a sus protagonistas de otros hombres (amigos, hermanos, padres), que tal vez no sean demasiado útiles para ayudarlos a encontrar la salida de los laberintos en los que están metidos, pero que a su manera se esfuerzan por acompañar y sostenerlos como pueden. Tampoco es raro que las mujeres sean para ellos un enigma de difícil comprensión y quizá por eso se aferran a sus hijas como a un mapa que les permitirá resolver el misterio.

Con una nobleza que tiene en cuenta por igual a personajes y espectadores, el uruguayo y el estadounidense logran que las historias fluyan con gracia en busca de respuestas para interrogantes expuestos con sinceridad, convirtiendo a Belmonte y Thunder Road en dos experiencias cinematográficas que vale la pena atravesar.