El niño argentino Faustino Oro comenzó a jugar al ajedrez en mayo de 2020, durante la pandemia de COVID-19, cuando tenía seis años. La novel afición se transformó rápidamente en una carrera portentosa. Fue el mejor jugador mundial sub-8, sub-9 y sub-10. En 2023, se convirtió en el más joven de la historia en obtener 2300 puntos ELO, según el sistema de puntuación utilizado por la Federación Internacional de Ajedrez, y obtuvo el título de maestro. En marzo de este año le ganó una partida al noruego Magnus Carlsen, el mejor del mundo, y hace pocos días quedó a medio punto de erigirse como el maestro internacional más joven de la historia. Aún cuenta con margen para batir ese récord de precocidad.
Para que Faustino se relacione con la élite ajedrecística mundial y continue desenvolviendo su talento inusual, a fines de 2023, su familia decidió establecerse en España. El niño cuenta con un equipo de cinco entrenadores, así como con el apoyo de un grupo de empresarios que solventa los costos de su entrenamiento y de sus competencias, en el marco de un programa creado por la Federación Argentina de Ajedrez denominado “Rumbo a la élite mundial del ajedrez”. No sorprende ese respaldo inédito, ya que, según una crónica periodística, “los grandes maestros argentinos coinciden en que jamás vieron algo igual en sus vidas”. El reconocimiento a la clarividencia ajedrecística de Faustino se extiende más allá de las fronteras argentinas.
De todos modos, el gran maestro argentino Pablo Ricardi ha morigerado la exaltación nacional e internacional en torno al futuro ajedrecístico de Faustino explicitando lo obvio. Declaró: “Hay que tener cuidado de que el mundo adulto no recargue demasiadas expectativas en alguien que sólo es un niño de diez años”. Tanto la carrera de Faustino frente a los escaques como la advertencia de Ricardi invitan a reflexionar sobre la responsabilidad adulta, sobre todo familiar, ante un don extraordinario y precoz para un juego como el ajedrez. ¿Es justificable permitir o estimular que un niño/a se embarque en las exigencias del alto rendimiento a edades tempranas?
Una posición, propuesta en parte por el filósofo estadounidense Nicholas Dixon, mantiene que sería desidioso si las personas adultas descuidaran o desalentaran el cultivo de un don de esas características durante la niñez, especialmente cuando el niño/a expresa deseos de hacerlo. Esta posición también mantiene que ese cultivo está aún más justificado cuando, debido a los requerimientos de la actividad, dominarla y lograr niveles de excelencia impone un comienzo a edades tempranas. Parte del argumento es que, si el niño/a retrasa su inicio en la actividad, estará en una situación desfavorable en relación con otros niños/as y probablemente no logre el rendimiento acorde a su potencial ni en la niñez ni en la adultez. Por el contrario, para esta posición, el inicio temprano abre y mantiene abierta esa posibilidad. Hacerlo se condeciría con el deber que las personas adultas tienen de abrir y de mantener abiertas posibilidades de crecimiento y de desarrollo en actividades en las que el niño/a puede desenvolverse exitosamente. Entre otros motivos porque esas posibilidades permiten la autoafirmación y la autorrealización del niño/a actual y la formación de la futura persona adulta.
Sin embargo, esta posición es susceptible de crítica. Por un lado, están quienes objetan a la maximización del talento excepcional y prematuro porque la focalización casi exclusiva en una posibilidad de crecimiento y de desarrollo, así como sus imposiciones, frustran, o al menos interfieren, con otras posibilidades futuras. Es decir, se compromete innecesariamente tanto el derecho del niño/a a un futuro abierto, tal como lo ha planteado el filósofo estadounidense Joel Feinberg, como su formación holística. Por otro lado, están quienes arguyen, invocando tales razones, que esa maximización tiene altos costos en términos de algunos bienes propios de la niñez, independientes de la preparación para la vida adulta. Por ejemplo, las responsabilidades asignadas y asumidas por el niño/a, frustran, o al menos interfieren, con bienes que conforman una niñez dichosa: el esparcimiento, el jugar desestructurado, el tiempo libre, la ociosidad y la relación con otros niños/as, entre otros. Finalmente, están quienes rechazan esa maximización por las prácticas que a menudo se instalan en actividades como el ajedrez, la danza y el deporte infantil (sobreentrenamiento, presiones federativas y familiares, métodos abusivos de preparación, instrumentalizaron de la niñez, etcétera) y las módicas posibilidades de que el niño/a se convierta en profesional.
Estas posiciones contrapuestas parecen difíciles de conciliar. Con todo, una postura intermedia es posible. Es legítimo sostener que, ante el talento excepcional y prematuro de un hijo/a, existe prima facie una obligación parental de fomentarlo, sobre todo si el niño/a muestra entusiasmo por y disfruta de la actividad. No obstante, ese fomento no debería darse a expensas de los bienes propios de la niñez ni de una formación que capacite y empodere ampliamente para la autonomía personal y un futuro abierto en la adultez. Los riesgos, los excesos y los abusos en el alto rendimiento infantil apuntados por las críticas son tan ciertos como atendibles. Ese equilibrio podría facilitar que niños/as como Faustino, que ha declarado que sus “papás se encargan de apoyarme para que pueda ser un profesional del ajedrez” y él se prepara para hacer realidad “el sueño de llegar a ser campeón mundial”, desarrollen sus extraordinarios talentos mientras se los respeta como los niños/as que son y las personas adultas que serán. En su defecto, se arriesga tanto el presente como el futuro de esos niños/as y se reproduce un sistema que glorifica la prodigiosidad en el ajedrez infantil, cualquiera sea su costo.
* Doctor en filosofía e historia del deporte. Docente en la Universidad del Estado de Nueva York (Brockport).
Dan perez
23 June 2024 - 23:09
Muy buena nota