Imaginar un pueblo tan adorable que parece sacado de un rompecabezas de miles de piezas a color. Casas con techos de cuento, cervecitas doradas y abuelos paseando en sandalias con medias blancas. En ese rincón de Baden-Württemberg, donde el tiempo parece detenido en una acuarela, nació una teoría terapéutica rocambolesca: las Constelaciones Familiares. Con iniciales en mayúscula. No es que los alemanes tengan un hobby nacional de charlar con sus ancestros entre salchichas y chucrut, pero desde Leimen se desató una fiebre que se expandió como el Covid, en tierras fértiles para las soluciones rápidas a los problemas existenciales, como Hispanoamérica y la India.
El boom es tal que en Google Trends el término ya pegó el mítico «100». En criollo: más gente busca “constelaciones familiares” que recetas de milanesas o el horóscopo de Ludovica Squirru. Uruguay, Argentina y Brasil lideran el ranking mundial. Y no hay forma de evitar rascarse la cabeza con el dedo índice y preguntar en la cola del almacén: ¿qué carajo lleva a miles de mortales a querer resolver sus dramas de 2025 discutiendo con un bisabuelo que murió de fiebre amarilla en un barco rumbo a la Cochinchina?
Uno. Bert Hellinger (1925-2019), inventor de la movida, era un cóctel de terapeuta, predicador y espiritista. Con la seriedad de un pastor luterano, explicó que los problemas vienen de “enredos sistémicos” heredados. O sea, no es que la persona en el tiempo presente tomó malas decisiones, ni que el algoritmo de TikTok la tiene de rehén en una casa de apuestas. No, señor. La culpa es de la trisabuela que le robó una gallina a la vecina en 1840 y desató una maldición en el linaje que hoy come un alfajor Juanito en el Parque Rodó de Montevideo y la pasa mal.
El ritual en el que se desarrolla es puro teatro de vanguardia. La receta dice que primero hay que juntar a un grupo de desconocidos para asignarles roles tipo “vos sos mi mamá, vos mi ex, vos mi abuelo que se ahogó en el río Po de Italia” y dejarlos “sentir” lo que esos personajes, desde algún espacio energético, “sienten”. Sin guión, sin ensayo. También sin dignidad. Una señora de Lomas de Zamora llora como si fuera la tía Norma, un tipo con pinta de contador jura que es el papá del que consulta y “siente un vacío en el pecho”. Podría ser Shakespeare mezclado con culebrón de tele venezolana y un toque de Oktoberfest.
Acá la cosa se pone pantanosa. Mientras legiones de fans dicen que estas sesiones les salvaron la vida, los profesionales de la salud mental gritan “¡pseudociencia!” Y se miran como si les hubieran servido un chorizo a la pomarola en mal estado. Un tal Barna Thege (2023, Journal of Dubious Therapies) admite que algunos pacientes “mejoran”, pero, ojo, también hay gente que se siente renovada después de tomarse un mate con yuyos. Y un tal Cohen (2024, Skeptical Rants Monthly) acusa a las constelaciones de usar la física cuántica como si fuera un sticker de WhatsApp. “Conciencia no local”, “campo mórfico”, “energía transgeneracional”… Términos que suenan a poesía escrita por una influencer con retiro en Tulum tras una separación sentimental.
Dos. Hay quien cree que el cielo guarda secretos más profundos que los que ofrece la tierra. No los cielos religiosos, sino esos otros, trazados por líneas invisibles entre estrellas distantes, como si el universo llevara su propio árbol genealógico colgado del firmamento. Giselle Krüger, periodista de acento amable y ojos algo cansados, se acercó un día a las cámaras de Crónica TV (1/8/22) con una historia que parecía escrita a cuatro manos entre Freud y Ray Bradbury.
Gise hablaba del insomnio de su bebé —ese que desvela a las madres primerizas y a los poetas de madrugada—, y de cómo, en su desesperación por hallar un descanso compartido, cayó en brazos de las constelaciones familiares. Lo que encontró fue una grieta en el árbol, una sombra larga que venía desde la lejana Europa. “Mi abuelo era nazi”, dijo, sin dramatismo, como quien enumera una herencia genética más. Y desde entonces, pareciera que la bebé pudo dormir mejor. Entonces, ¿funcionan? La verdad, como siempre, debe estar en un gris aburrido: las constelaciones son como otras liturgias, ceremonias, actos simbólicos. Un trance moderno donde se pueden soltar culpas, perdonar al primo usurero y llorarle a un desconocido sin que juzgue (mucho). Pero, ¡ay!, los extremos son campo minado. Porque ante un trauma serio, confiar en que alguien sin formación profesional “sane” heridas graves de la existencia puede ser como apostar al siete rojo en una ruleta del casino de Victoria.
Así, los riesgos asociados ya son una realidad. En Hungría, un ensayo clínico de Thege (2021) reveló que varios participantes terminaron con el alma más rota que antes, víctimas de una catarsis “mal dirigida”. Según estudios como los del doctor Rieger, en 1999 hubo una mujer que terminó aislada de su familia tras una “constelación” donde le dijeron que su madre era la raíz de su neurosis. Otra víctima de bullying laboral atribuye su desgracia a las ideas plantadas en una sesión grupal. Y lo peor, como dijo el profesor Dierbach, es que estos métodos a veces se “aplican a pacientes en estado de psicotrauma”. En definitiva, que potencian a una enfermedad mental.
No es que las constelaciones sean Satanás a la medianoche, pero jugar con el espíritu de los difuntos con una bata blanca comprada en el Once sin estar regulados por un código deontológico, respaldado en un ente colegiado donde reclamar en caso de mala praxis es como hacer malabares con cuchillos, mareado por los vasos de Fernando en la tribuna de Belgrano de Córdoba. Pero claro, hay quienes manejan el tema de las constelaciones a doble mano, para pescar en las dos lagunas. Así, desde un coqueto monoambiente en el barrio de Coghlan atiende M., una psicóloga tradicional que desde 2023 confiesa “facturar más con videollamadas desde el extranjero en moneda verde con lo de las constelaciones” que con sus visitas tradicionales de psicoterapia.
Tres. No es la primera vez que la humanidad cree haber descifrado el manual de la felicidad, de descubrirle el agujero al mate. Hubo una época en que el Feng shui prometía solucionar desde el desempleo hasta el mal de amores. Antes fueron pirámides energéticas, imanes milagrosos, dietas del grupo sanguíneo, etc. La credibilidad a veces depende del cuán nutrida está la tropa de convencidos capaces de expandirlo boca a boca. Las redes sociales revelan que las constelaciones hoy son la estrella del circo espiritual, brillan desde la galaxia de Instagram junto a los reels de las amigas que sonríen a la cámara mientras mandan audios de 8′ sobre cómo “bloquear energías” y “alinear chakras”.
No está mal, che. La vida es un mazazo. A veces se necesita de un buen llanto colectivo para no colgarse del ventilador en el techo. Por eso, se predice que el interés seguirá subiendo un rato, por lo menos. ¿Y? A muchos les da ese alivio fugaz de culpar a alguien más —mejor si es un muerto—. La gran Hermana Rosa, trazo del inolvidable Fontanarrosa, diría que “nadie cree en estas pavadas… hasta que le toca”. Y cuando le toca, capaz se encuentra en un galpón de La Matanza, mirando a un cuerpo vestido de lino blanco que jura sentir la bronca del tío Alfredo, el que se cayó borracho en una zanja mientras pavimentaban el Acceso Oeste. Así es la vida. Un despelote con olor a sahumerio.