La brusca decisión de los EE UU de dejar a Europa Occidental por su cuenta, anunciada con retórica brutal por el vicepresidente J. D. Vance en la última Conferencia de Seguridad de Múnich, ha creado un pánico que los líderes de la Unión Europea no pueden disimular. Después de repetirse a sí mismos durante un largo año mantra de que “lo que Donald Trump promete durante la campaña electoral no lo va a hacer cuando esté en el gobierno” y de creer neciamente que sólo el Partido Demócrata podía prevalecer, han despertado a la realidad de un desamparo estratégico que no fueron capaces de imaginar como escenario.

La respuesta, en medio de ese pánico, tiene dos caras. Una es lo que el exeurodiputado Miguel Urbán llamó “la militarización de los espíritus”. La otra, la adopción de un keynesianismo militar que presenta el esfuerzo presupuestario que implicará el plan ReArm Europe como un talismán para la defensa y para la reactivación económica.

El dividendo de la paz que la posguerra pagó en la forma de los “30 gloriosos” años de crecimiento económico en Occidente y del salto industrializador en la Rusia soviética y su área de influencia, si bien arrojó márgenes decrecientes desde la crisis del petróleo, permitió a la Unión Europea expandirse y a sus miembros sostenerse como estados de bienestar y sociedades tendencialmente igualitarias.

La agresión rusa a Ucrania ahora y la ausencia de una política propiamente europea hacia Rusia antes evaporaron ese dividendo y lo transformaron en pérdida. La retirada de EE UU la incrementa exponencialmente. El plan impulsado por la Presidenta de la Comisión Europea Ursula von der Leyen le pone un valor: 800.000 millones de euros a gastar en armamento en cuatro años. Ese gasto para disuadir a Rusia, aclarémoslo, será en armamento convencional. Por lo tanto, no incluye la tarea titánica de reemplazar el paraguas nuclear estadounidense que, a esta altura, nadie debería descartar que pueda estar por ser retirado.

La cuestión crucial que se plantea de inmediato es quién va a pagar ese gasto. La misma crea o refuerza líneas de quiebre político que pueden terminar de dinamitar consensos políticos internos de cada país de la UE que ya venían siendo demolidos con pico y pala por las extremas derechas.

La foto de la votación en el Parlamento Europeo para que el plan ReArm Europe sea implementado mediante un procedimiento de emergencia que deja de lado al propio legislativo comunitario dio una pista: el bloque de Socialistas y Demócratas no pudo garantizar todos sus votos a favor. El asunto de la guerra y la paz, que creó la primera gran división de la izquierda a principios del siglo XX, sigue siendo disolvente para el progresismo contemporáneo. Estas tensiones se trasladarán inevitablemente a los escenarios nacionales, agregándole una capa de ingobernabilidad a Pedro Sánchez en España, resquebrajando el campo largo contra Giorgia Meloni en Italia, terminando tal vez de liquidar el Nuevo Frente Popular en Francia. Notablemente, la cuestión de esta guerra ha consagrado el abandono por los verdes del pacifismo que les dio origen en los ’80.

Más allá de los avatares en la esfera de los partidos políticos, gastar más en defensa no tiene ni solo ni predominantemente el efecto multiplicador que sugiere el ropaje keynesiano con el que se busca hacerlo aceptable: entre los ayatolás de la austeridad fiscal hay quien se anima a contar el secreto en voz alta. Mark Rutte, actual secretario general de la convaleciente OTAN y azote de Grecia como jefe de gobierno de los Países Bajos cuando aquella fuera intervenida por la troika, fue transparente: “sólo necesitamos una pequeña fracción del gasto social para reforzar mucho más la defensa».

Si hay una falla geológica que atraviesa las sociedades europeas es la que hace cada día menos generoso al Estado de bienestar. El huevo de la serpiente negra se incubó allí. La necesidad innegable de defenderse puede ser el acto final de una tragedia para el proyecto europeo. «