Tal vez porque no soy esbelto como los bañeros de Baywatch, porque no sé nadar, porque me tengo que cuidar para que el sol no me arruine una vacación (ya me pasó un par de veces) o porque no nací en el Mediterráneo, entre el verano y yo suele haber algo personal.

Y no sólo eso. Padezco las temperaturas altas: me hacen sudar la gota gorda, funciono a media máquina y, claramente, rindo menos. Pertenezco, en cambio, a lo que el periodista Nicolás Artusi denominó «team invierno». Vaya compromiso en que me pone este encargo del diario. Tratando de no acalorarme puedo reconstruir algunas historias de estíos que, por distintas razones, nunca olvidé.

Cuando era un niño, mi papá, junto a otros amigos, tenía una casita justo frente a la estación de tren Las Barrancas. El río, la playa, los balnearios y recreos quedaban a una cuadra y lo maravilloso era que el agua todavía era apta para recibir humanos acalorados. Allí pasamos muchos fines de semana de lindos encuentros, buenos asados, cercanía y risas. Poder pisar la arena barrosa y chapotear en la orilla eran formidables promesas básicas. Me pasaba horas en ese plan: de ese agua amarronada y cálida a mí y al resto de los primos tenían que sacarnos con amenazas.

En mi adolescencia –convite de mis viejos que habían pelechado– usufructué al máximo el departamento de Mar del Plata, a veces con mi hermano mayor, a veces con otros chicos de mi misma edad, con mis viejos siempre. Los pibes nos movilizábamos desde temprano por el espinel playero –entre la Punta Iglesias y la Bristol– con el principal objetivo de conocer e invitar a alguna contemporánea para ir juntos a las matinées del Hurlingham Club. En pos de la respuesta soñada, derrochábamos gracias. No nos iba tan mal en nuestros ejercicios de seducción temprana, que casi siempre terminaban de la misma manera. En algún momento del mediodía avanzado, recién despabilado y fingiendo desinterés, aparecía Marty Cosens, un cantante de moda, y con muy poco marcaba territorio y se adueñaba de la atención. Lo que a nosotros tanto nos había costado, a él le bastaba con llegar, mirar, toser y esperar a que, al poco tiempo, 20 caritas sonrientes le pulularan alrededor. Sabíamos que su cercanía era fatal para nuestras aspiraciones. En voz baja, entre nosotros decíamos: “Sonamos. Llegó la tos”. Eso y aceptar que al bailecito de la tarde iríamos a la pesca de con quien apretar un poco, era algo de casi todos los días.

No fui rubio, pero mi piel de ancestros ucranianos nunca fue resistente, ni al sol, o al viento, zucundún zucundún. Alguna vez me descuidé, otra vez me dormí un buen rato y los rayos me calcinaron.  Me pasó en Mar del Plata, en una playa alejada del centro, y también en Barranquilla, la ciudad de Colombia, adonde había llegado como invitado en un vuelo inaugural de la línea aérea Braniff, que ya no existe. Los que prometían ser unos pocos días de romance y cercanía se transformaron en fiebre, dolores y tratamiento médico de urgencia.

Mucho más adelante, cuando vivía en México conocí Cuernavaca y Tepoztlán, dos pueblos no muy lejanos del entonces Distrito Federal y a los que los mexicanos llamaban “tierra caliente”. Era cierto: aún en los meses fríos o en temporada de lluvias, el microclima propiciaba días de temperaturas altas. Aprovechamos mucho esas escapadas, con amigos, otros argentinos que, a la distancia tenían el trascendente significado de la familia sustituta.

Uno de esos lugares, en donde pasamos una quincena inolvidable, tenía aspectos tan lujosos que lo llamamos Castel Gandolfo, imaginando que así de opulenta debería ser la residencia veraniega del Papa.

Éramos muchos, pero sobraban las habitaciones y los baños. Tenía dos albercas (piletas), una con agua a temperatura ambiente y otra con agua que echaba humito por arriba de los 36.5, la temperatura normal del cuerpo. Los jardines eran inmensos y suntuosos, adornados con fuentes artísticas y recorridos por majestuosos flamencos. El sol era igualmente implacable, pero para resistentes como yo no había mejor refugio que bambolearme en una hamaca tendida entre dos árboles que ofrecían una sombra muy generosa.

Más allá de estas instantáneas (que fueron apareciendo en blanco y negro, y en color) no hay otra que reconocer que soy un bicho urbano, alguien que nunca dio la talla ni como fundamentalista de la naturaleza ni como adorador del Dios Febo.

Queda claro que al argentino le gusta mucho salir de vacaciones: ganárselas, merecerlas, aprovecharlas después de haber entregado todo durante el año. Otra prueba es la masiva adhesión a los feriados largos o extra largos. No sólo en los 58 o 59 días de enero y febrero, una parte de la población –una lástima, no todos– se ponen en estado de raje a la búsqueda de un respirito reparador. Dichosos los que lo pueden hacer y los que, específicamente en estos meses, pueden pasar por alto que, en casi todas las playas argentinas, de Punta Indio a Monte Hermoso el agua es fría hasta el estremecimiento.

Sin duda el equivocado debo ser yo, ese que, a partir del momento en que Crónica TV decreta que “estalló el verano” sigue eligiendo el refugio de la carpa al saludable paseo de tres o cuatro kilómetros por la playa. «