Una de las ideas que se continúan reproduciendo en la actual Copa América masculina es que el anfitrión, Estados Unidos, no es un país futbolero. Valgan tres ejemplos, entre muchos otros. El periodista Ezequiel Fernández Moores manifestó, a raíz del desgraciado estado del césped en algunos estadios del torneo, que “el fútbol sigue siendo un objeto misterioso en Estados Unidos”.
Agregó que, en las respuestas locales a esas críticas, asomaba “la arrogancia histórica del poderoso” y “cierta ignorancia” del deporte. Asimismo, admitiendo su rápido crecimiento, el periodista Nicholas Dale Leal afirmó recientemente que, en Estados Unidos, el fútbol es “una mina de oro esperando ser explotada” y que el “margen de crecimiento es todavía enorme y las potenciales ganancias también”.
En la misma línea, la periodista Melanie Anzidei y el periodista Adam Crafton, reconociendo ese crecimiento, pero dudando de su extensión y su firmeza, explicaron días antes del partido inaugural que “la Copa América pondrá a prueba el apetito futbolístico en Estados Unidos de cara a la Copa del Mundo de 2026”.
La idea de que Estados Unidos no es un país futbolero merece ser problematizada. No solo por el crecimiento que mencionaron Dale Leal, Anzidei y Crafton, entre otros/as analistas del fútbol de ese país, que señalan a la influencia latina, el interés de grupos mediáticos y corporativos y la consolidación de la liga profesional nacional masculina –que tiene varios antecedentes, incluyendo uno en el que participaron jugadores del calibre de Pelé y Franz Beckenbauer– como sus principales propulsores.
Ni tampoco porque, como demostró el año pasado una investigación de la empresa SSRS, Lionel Messi es el deportista más popular en Estados Unidos, por encima de LeBron James, Shohei Ohtani y Patrick Mahomes, estrellas del básquetbol, el béisbol y el fútbol estadounidense, respectivamente, deportes articulados comúnmente como “nativos”, sino también, y fundamentalmente, por la expansión y el rendimiento del fútbol femenino.
De hecho, insistir en que el fútbol no es un deporte ampliamente extendido en Estados Unidos minimiza o directamente soslaya los aportes que las mujeres han hecho al afianzamiento de ese deporte tanto en su país como alrededor del mundo.
Desde su lanzamiento en 1991, los equipos de Estados Unidos han ganado cuatro veces la Copa Mundial femenina (1991, 1999, 2015 y 2019) y ese país ha organizado el evento dos veces (1999 y 2003). De igual manera, han ganado cuatro medallas olímpicas de oro (1996, 2004, 2008 y 2012) y, desde su inicio en 1991, nueve campeonatos de la CONCACAF (1991, 1993, 1994, 2000, 2002, 2006, 2014, 2018 y 2022). Por otro lado, desde su comienzo en 2002, han ganado tres campeonatos mundiales sub-20.
Una vez instaurado el premio en 1991, tres jugadoras estadounidenses han sido galardonadas con el Balón de Oro de la FIFA (1991, 2015 y 2019). Si bien hubo organizaciones anteriores que no tuvieron continuidad, desde 2012, Estados Unidos cuenta con una liga profesional nacional femenina. De acuerdo con un informe de la FIFA del año pasado, en ese país hay 1.720.000 jugadoras federadas, más que en ningún otro en el mundo. Compárese esa cifra con las 26.577 jugadoras federadas de Colombia, el país de la CONMEBOL con la cifra más alta.
Aunque es probable que el número de jugadores federados en Estados Unidos sea mayor que el de jugadoras, el rendimiento de los equipos masculinos en el plano internacional palidece frente a los múltiples logros de los equipos femeninos.
¿Es razonable o deseable sostener que un país con los logros futbolísticos de Estados Unidos no es futbolero? Que esos logros se hayan obtenido en las últimas tres décadas y que hayan sido protagonizados casi exclusivamente por sus equipos femeninos no debería ser motivo para desestimarlos. En un trabajo titulado “El jogo bonito y el gringo feo”, publicado hace casi veinte años, el filósofo Douglas Anderson argumentó que los estadounidenses “nunca aprenderán a jugar el jogo bonito hasta que se conviertan en fenomenólogos de la cultura del fútbol y empiecen a prestar atención a la fealdad de su propio juego”.
Criticando el desprecio arrogante que un sector significativo de la cultura deportiva estadounidense mantuvo por el fútbol durante un largo periodo, Anderson propuso que los jugadores, los entrenadores y los comentaristas de su país comenzaran a “‘sentir’ el juego y no limitarse a reproducirlo mecánicamente” para familiarizarse con su belleza. Las mujeres iniciaron y lideraron el tránsito por ese camino y, ejerciendo su creatividad, transformaron el fútbol estadounidense, materializando el anhelo de Anderson de ver el jogo bonito en sus propias canchas.
Así, lograron que el fútbol se convirtiera en un horizonte apetecible para legiones de niñas, y de niños, que sueñan con alcanzar el nivel de excelencia de Rose Lavelle o Alex Morgan, y que se hable de fútbol en la vida cotidiana estadounidense. Además, después de una larga y amarga disputa, las jugadoras de la selección mayor consiguieron que la Federación Estadounidense de Fútbol le dispense un trato equivalente al que recibe su par masculino.
Hace unos años, el periodista Tim Nash escribió que, aunque inmensurable, el impacto social de la selección mayor femenina de fútbol era apreciable en todo Estados Unidos. Es decir, las futbolistas y sus consecuciones han sido cruciales para que ese sea un país crecientemente futbolero; los futbolistas, con aportaciones módicas, van claramente a la zaga.
En Estados Unidos, la práctica del fútbol está extendida, es vibrante y genera interés en el público. Del mismo modo, el fútbol estadounidense posee exponentes excelsas y logros de valía. ¿O será que para que un país sea considerado futbolero el fútbol tiene que ser el deporte preponderante o excluyente, generar obsesión, ser un pingüe negocio y estar liderado por hombres?
En Estados Unidos, el fútbol (aún) no es “consumido” con la avidez del básquetbol, el béisbol, el fútbol estadounidense o el hockey sobre hielo, pero eso no significa que sea un deporte sin arraigo.
Reconocerlo conlleva reconocer el papel irremplazable que las futbolistas estadounidenses han tenido en el proceso de popularización del fútbol en su país y, por ende, parafraseando a las filósofas Ana Cristina Zimmermann y Soraia Chung Saura, el empoderamiento femenino a través del futbol, que crea oportunidades de proyección y “nos ayuda a cuestionar las barreras de género y a repensar toda la estructura deportiva”. Es una sólida manera de reimaginar lo que comporta ser un país futbolero.
* Doctor en filosofía e historia del deporte. Docente en la Universidad del Estado de Nueva York (Brockport).