DE LA AUTORA:

Llevo un año como madre y desde que deseé quedar embarazada elegí la carta, un género casi en extinción y que nunca me convenció, para compartir con mi bebé -que no puede, no sabe todavía, hablar ni escribir- la historia de nuestro mundo.

Un mundo también de
fútbol.

Durante este tiempo hice anotaciones para tratar de explicarle a Gino que el mejor deporte del planeta es nuestra excusa para ser
felices.

Es el minúsculo espacio que elegimos para recluirnos a sentir, a corazón abierto, en un mundo que la mayoría de las veces te obliga a guardar emociones.

En este huequito con pelota, por la televisión o en la cancha, jugando o mirando, logramos sonreír, incluso cuando todo tira para abajo.

Querido Gino es un libro de maternidad, de contradicciones, de amores y desamores. También de alegrías y angustias y de esperanzas y desencantos, pero sobre todo una ventana al fútbol, como un cuarto que da al potrero.

¿Por qué escribirle a un hijo? Para mostrarle que el foco siempre tiene que estar puesto en mirar a los que levantan la mano, en el área o allá a lo lejos, esperando el pase para hacer un gol. Y confirmar eso de que en la tierra somos fugazmente grandiosos.

Son tantos los padres que tienen el privilegio de poder jugar al fútbol con sus hijos, aunque sea unos pases en la vereda. Yo también fantaseo con eso. Sueño que cualquier tarde terminemos nuestras obligaciones y vayamos a jugar a un parque. Sueño que tengamos la pelota en el baúl del auto, lista para sacarla estemos donde estemos y nos pongamos a patear penales o a hacer jueguitos.

 Sueño que un día vaya a la escuela y le pregunten: “¿Y vos de quién heredaste el talento? ¿Tu papá jugó al fútbol?”. Y que él responda: “No, en casa la que es buena es mi vieja”.

Foto: Edgardo Gómez

LA SORTIJA

52 días de vida

Gino:

Me gustaría explicarte la argentinidad en una definición por penales, pero me resulta una utopía. Cómo poner en palabras qué somos y qué nos une por el solo hecho de haber nacido en esta tierra, la tierra del fútbol. Por eso te pido que me mires, hijo. Mirame, acá, clavate en el centro de estos ojos marrones. Mirame, ya que estás de espaldas a la televisión, porque en mis ojos está Lionel Messi, así como alguna vez en mi vida estuvo Maradona, reflejado en la vista de mi papá, el nono que se fue al cielo. Yo conocí a ese 10 como vos a este, en un par de pupilas que se agrandaban como crece el fútbol de Argentina cada vez que la pelota pasa por él en esta Copa del Mundo. ¿Lo viste en ese pase en cortada para el gol de Molina? ¿Lo seguiste en su tiro de penal? ¿Le conociste el gesto del enojo cuando después de estar 2-0 arriba quedamos 2-2 justo cuando el reloj marcaba el final de los 90 minutos? ¿Lo ves haciendo el Topo Gigio ahora? Mirame, miralo, pero esperá, esperá que subo el volumen, así lo escuchás también: sí, está peleando, hijo. Está sintiendo. Se está expresando: ese Messi que antes no hablaba ahora dice de todo.

Cómo te explico qué significa “qué mirá, bobo, andá pa’allá”, una ese aspirada en el verbo, un insulto casi infantil, inofensivo pero hiriente, denigrante, casi un quiebre de cintura ante una mala palabra, y dos palabras acortadas y unidas, una gambeta al castellano. Una reacción de potrero en uno de los estadios más modernos del mundo.

Cómo traduzco para que me entiendas la emoción que 45 millones de personas tienen cuando oyen “Van Gaal vende humo de que juega bien al fútbol y metía puros pelotazos a los más altos”. Hay ahí algo de la argentinidad, un hilo conductor que nos identifica, que nos hace sentir parte de algo, en comunión con otros: ellos no son mejores por estar en mejores clubes, por haber nacido en el primer mundo, por el desprecio con el que nos miran por momentos. En esta tierra todos somos un poco este Messi, que se fue a vivir a Barcelona a los 12 años, pero que parece que nunca se hubiera ido del barrio La Bajada, en Rosario, donde aprendió a jugar a la pelota.

Argentina está en semifinales de la Copa del Mundo, Gino: ya será una de las mejores cuatro selecciones del planeta y que el logro coincida con la semana en la que nos regalaste la primera sonrisa de tu vida es apenas una metáfora de lo que quisiéramos dejarte con el fútbol como excusa.

Reíte porque el Messi más argentino despliega su estela en Qatar: es decisivo adentro de la cancha y también afuera, levantando el pecho y el mentón para pelear y defenderse pero también para defender a los suyos. El pase a semis obtenido contra Holanda, el equipo de Van Gaal, fue su propia revancha: por eso el gesto con las manos en sus oídos, popularizado por Juan Román Riquelme, el crack al que el entrenador holandés corrió del Barcelona hace unos años, de cara al propio DT. Un mensaje claro: ahora te escucho.

Dejo escritas estas líneas para cuando puedas leer, hijo, porque quiero que nos entiendas. El fútbol es amistad y, como dijo alguna vez el escritor Alejandro Dolina, más vale compartir el juego -y sobre todo la derrota- con los amigos, que la victoria con los indeseables. Más vale no olvidar. Más vale que te preguntes siempre, con pelota o sin ella, qué hiciste vos con tu amor cuando otro sufría.

Mirame, no llores, no me hagas pucherito, no, que ahora vienen los penales y Argentina tiene al Dibu Martínez en el arco. No te asustes, está solo, sí. O parece, ahí bajo los tres palos, poniéndole el cuerpo a lo que puede ser un disparo aterrador. El del arquero es un puesto que muchas veces se vuelve un chivo expiatorio, el lugar en el mundo donde el error se paga con desventaja. El sitio donde aparece el dedito acusador de derrotas. “Los arqueros son boludos”, decía Maradona. Pero miralo cómo ataja uno y ataja otro, miralo porque te come, hermano, miralo porque es la muestra de que este juego puede ser también un ángel para tu soledad. Mirame, hijo: sabé que lo único que te va a salvar a veces es el fútbol. Y es un recoveco hermoso.

Si lo sabrán -si lo sabremos- en Argentina, nuestro país, esta tarde en la que después de la definición por penales se juntaron a celebrar en todos lados. Es Dibu Martínez quien menciona que hay un país detrás de estos jugadores. En estos tiempos, hijo, somos la Argentina de los trabajadores pobres: el país en el que a muchos -a mí misma, de hecho- una jornada laboral no les alcanza para vivir. ¿Te parecerá injusto ubicar al fútbol como catalizador de estas cicatrices? Puede ser, pero no te preocupes: no tapará lo que ocurre. Eso sí, ayudará a que en cada partido, como ocurrió hasta aquí, podamos compartir un poco la alegría colectiva.

En casa no pedimos nada. Pero sí valoramos. Me gustaría explicarte la sensación de presente que tiene esta Selección. Porque si el Messi que ves en mis ojos es el director de esta orquesta, Lionel Scaloni cumple la función del otro lado de la línea de cal. Un entrenador que, en este infierno donde el pasado y el futuro se usan como argumentos para no habitar el ahora, juega contra la corriente. Que todo tiempo anterior fue mejor, que lo mejor está por venir.

Me cuesta a mí que te digo esto, incluso, no pensar en lo que vendrá. ¿Y si Messi gana la Copa que le falta? Un Mundial ganado no transforma a nadie en genio, pero sí lo eleva al lugar de inolvidable. Nadie podría decir que tiene cuentas pendientes.

Me gustaría saber cuál fue la génesis de nuestra admiración por Messi. Cuando una empieza a deslumbrarse por alguien atraviesa una metamorfosis: la transformación que el influjo de esa persona genera.

Quizá fueron sus partidos en el Barcelona, cuando nos enteramos que había un argentino que prometía ahí. Sus desbordes en velocidad, la pelotita pegada al pie mientras avanzaba entre gigantes al ritmo de la luz, la misma jugada, en loop: arrancar por derecha, meter la diagonal zigzagueando hacia el centro y definir pegado a un palo. Gol, gol, gol. Tal vez pasó a medida que lo fuimos viendo con la Selección. Quizá fue un proceso, como un segundo enamoramiento. El primero, Maradona, se llevó toda la algarabía y la pasión, pero la intensidad y los traspiés nos hicieron moderar las emociones. El segundo, Leo, nos tomó conservadores. Cuidadosos. Sabiendo que nadie en el mundo murió nunca por amor, pero qué pelotudo quedás cuando te duele el corazón.

Ahora, igual, ya ni me acuerdo cómo éramos antes de Messi. Lo vi nenito, con acné, y ahora ya es padre de tres hijos. Pienso que Leo algún día no va a estar. Con un papá melancólico yo generé mi propio repelente contra la nostalgia. Espero que me funcione.

Leí por ahí que de niño se vive y de adulto se sobrevive, pero lo miro a tu papá destruído de los días sin dormir desde tu llegada mirando el Mundial y siento que Messi tiene un don: nos hace volver a la infancia. Qué ganas de que estos días duren para siempre, aunque necesitamos que aprendas a dormir cuanto antes.

El fútbol hace de complemento entre tu papá y yo: un encastre maravilloso. Es un antídoto en momentos de tensión. No dudo de que tu papá me ama, pero cuando gana Boca -o, es cierto, también cuando resuelve un conflicto sindical importante- me ama más.

Este hombre que casi no expresa sus sentimientos en palabras me acompaña a mirar el juego que más me gusta: vemos fútbol cuando vamos de viaje, conocemos estadios por donde estemos, o por televisión, o por mi trabajo, o cuando juego algún torneo y me gusta tenerlo cerca porque detrás de esos ojos verdes encuentro siempre el mismo mensaje: me hace sentir que nada malo puede pasar. En estos días lo miro seguido.

La tarde que me conoció en la huelga yo jugué al fútbol. Fue un partido en lucha por los despidos, con compañeros y compañeras, en la puerta del trabajo, en la calle, sobre el asfalto y con buzos que hacían de palo de los arcos. Lore, mi amiga, se vistió del empresario dueño de la empresa para donde trabajábamos y entraba a expulsar jugadores. El relator fue Víctor Hugo Morales, el creador del Barrilete Cósmico, el de la magia para describir a Maradona en el 86.

Mi amigo Marce, que murió muy joven, durante el Mundial femenino de Francia al que fui a trabajar, tocó la pelota con la mano. “Con la mano, no, Marcelo, con la mano juega la empresa”, dijo Víctor Hugo. Menciono a Marce porque con todo esto, en este living, con Argentina que avanza, con vos hecho una bolita en tu cochecito, tan chiquitito, con tu papá en cueros mirando apasionado cada partido, con el tío, la mejor dupla de fútbol que tuve en mi vida, viniendo a ver a la Selección, me acuerdo de él: siempre fue un sabio. Como escribió en su libro, el fútbol es para los adultos la última oportunidad de dar una vuelta en la calesita. De quedarse con la sortija.  «

La autora

Ayelén Pujol es periodista deportiva, trabaja en Radio Provincia y trabajó y colaboró con distintos medios de comunicación desde hace 20 años: Clarín, Perfil, La Nación, El País, Página 12, Revista Panenka. Fue comentarista de fútbol en Radio Del Plata, DeporTV y la TV Pública. Escribió cuatro libros: ¡Qué Jugadora! Un siglo de fútbol femenino en Argentina (Planeta); Barriletes Cósmicas (Editorial Chirimbote); Querido Gino. Cartas para amar el fútbol, de una madre a un hijo (Fútbol Contado); La Scaloneta para chicos y chicas (Editorial Chirimbote). Además, trabaja como docente en la Diplomatura de Deporte y Género de la Universidad de Buenos Aires y en Deportea.