Entran al aula con miradas cargadas, como quien lleva sobre los hombros no solo mochilas, sino el peso de vidas que parecen tener capítulos escritos demasiado temprano. Un estudiante relata, entre susurros, que quiere ser mujer pero que en su casa no la aceptan y la tienen amenazada. Otro, que pide ser llamado por un nombre que la familia rechaza. “Profe, ¿me puede dar un preservativo?”, pregunta otro joven; mientras una más allá confiesa con voz rota que necesita salir de una relación que ya no es un noviazgo sino, un laberinto de control y miedo. También está quien da cuenta de haber presenciado un abuso intrafamiliar, y está dentro de una red de violencias que no distingue puertas ni paredes. Todo esto pasa en el escenario de una escuela pública, ese microcosmos que es siempre más grande de lo que parte del mundo adulto está dispuesto a reconocer.
Y mientras tanto, la conversación en casa: “¿En tu escuela te dan ESI?”. Una niña de 9 años le explica a su amiga de cuatro: “Nos enseñan a cuidar nuestro cuerpo, a bañarnos, a usar desodorante y hablar de las cosas que nos gustan”. Escuchamos y nos sorprende la simpleza con la que se traduce la Educación Sexual Integral que, desde 2006, desvela a quienes la perciben más como un escándalo que como una oportunidad (y un derecho).
Quizás por eso el piberío la defiende, porque sabe lo que está en juego. Ellos, ellas, elles no viven la ESI como un listado en un cuaderno de ciudadanía, sino como un marco que les permite existir, resistir, imaginar.
Mientras tanto, la maquinaria conservadora ve en la ESI una amenaza a los valores “tradicionales”, mientras que el hambre, la violencia o el abandono no le hacen mella. Esas voces dicen que enseñamos “ideología de género”, mientras el abuso y el hostigamiento se camuflan callados. Allí anida la posición de esta extrema derecha, profundamente ideológica, que busca imponer una supuesta superioridad moral, socavando los derechos fundamentales que hemos conquistado tras años de democracia.
Si imaginamos un mundo sin ESI en las escuelas, el panorama no tarda en volverse sombrío. ¿Dónde se alojarán entonces todas esas inquietudes, miedos y demandas de les jóvenes? Sin ESI, la información sobre sexualidad, género y derechos humanos queda confinada al ámbito privado, ese espacio donde los prejuicios, el desconocimiento y los silencios incómodos suelen prevalecer. En lugar de información y saberes, se heredan prejuicios; en lugar de derechos, se perpetúan tabúes. Generaciones enteras crecieron sin herramientas para comprender sus cuerpos, sus emociones, sus placeres: ¿queremos volver ahí?.
Ignorar nuestros derechos, lejos de ser neutral, se vuelve un mecanismo de opresión que asegura la continuidad de los ciclos de violencia y desigualdad. En un mundo sin ESI, las brechas sociales y de género no solo permanecen: se profundizan. Mientras tanto, el sistema educativo perdería la oportunidad de ser un motor de cambio, dejando a la sociedad atrapada en relaciones tan injustas como dañinas. Lo que está en juego es el derecho a imaginar y construir una vida más libre y digna.
La ESI es un marco legal que crea un derecho y una perspectiva que permite pensar y promover relaciones sociales basadas en el consentimiento, el respeto mutuo y la igualdad. Es un espacio de libertad para todas las identidades y orientaciones, donde se reconoce que la sexualidad es diversa, fluida y no cabe en la rigidez de lo normado.
Resistirse a la ESI es elegir perpetuar la exclusión que afecta, particularmente, a las personas LGTBIQ+. Negarse a enseñar sobre el respeto hacia quienes se identifican fuera del binarismo de género es una forma de negación de derechos humanos fundamentales.
Este sábado es una oportunidad para defender el presente, pero también el futuro. Los sindicatos y colectivos docentes convocan a marchar en defensa de la escuela como ámbito donde es posible pensar un mundo que nos aloje a todes, porque sin diversidad no hay democracia y porque la profe, siempre, te cree. Nosotras, acompañamos y marchamos.