Cada año, las fiestas provinciales del surubí, del armado y de la boga congregan en distintas localidades de Entre Ríos a los aficionados de la pesca. Se trata de una tarea que sostiene la economía de decenas de familias en las ciudades de ambas costas de la provincia, como así también de algunas localidades ubicadas sobre los afluentes internos.
Quizás ninguna otra actividad productiva sea tan definitoria de la identidad y la cultura litoraleña como la pesca artesanal. La vida de los pescadores, sus familias y el paisaje ondulante del río se imprimen en las más bellas canciones de artistas como Ramón Ayala, Teresa Parodi o Aníbal Sampayo. Pero detrás de esa poesía conmovedora está la vida de quienes trabajan muchas horas, con poco descanso, batallando contra las duras inclemencias naturales (enjambres de mosquitos, heladas, tormentas y crecientes). Y, después, contra quienes compran la mayor parte de lo recogido: al mal pago se suma la falta de cobertura social y la desprotección en la vejez.
Se despierta Puerto Sánchez
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Puerto Sánchez es el mayor símbolo de camaradería y resiliencia de las familias pescadoras. Un barrio humilde ubicado entre el antiguo puerto de Paraná y el balneario Thompson, nacido como asentamiento en la década de 1940.
Sobre la empinada barranca se alzaron las casitas de las familias pescadoras que amarran, a pocos metros, canoas y botes. Devenido en un pintoresco polo gastronómico, la única calle angosta de Puerto Sánchez hoy alberga ocho pescaderías, 12 comedores, 15 puntos de venta de comida y a unas doscientas familias ribereñas.
Mariana Ríos, descendiente de Julio Enrique Sánchez, uno de los primeros pobladores de la zona, nació y vive allí, y fue una de las promotoras de “abrir” el barrio al resto de la comunidad. “Lo que es hoy un paseo gastronómico comenzó luego de la creciente del 2016. Puerto Sánchez quedó devastado y muchos pescadores con sus herramientas rotas. Nos propusimos hacer una feria para un fin de semana de vacaciones de invierno y fueron algunas pocas familias las que se animaron a elaborar comidas y venderla. Pero fue un éxito, así que seguimos los otros fines de semana. Se sumaron más puestos, todos sacaban de las casas los platos, los cubiertos, las sillas. Así también se fueron haciendo los primeros quinchos y luego ya se empezaron a instalar los comedores grandes”, comenta Mariana.
“Acá se pesca dorado, surubí, amarillo, manduví, patí, armado y moncholo, según lo que haya en la temporada -cuenta-. La mayoría se entrega a las pescaderías y un porcentaje a los grandes comedores. El precio que se paga nunca es justo, teniendo en cuenta el costo de las herramientas, las embarcaciones, los insumos, los riesgos y el sacrificio hecho. Por esa razón es que se ha incentivado al pescador y a su familia con que se quede con un porcentaje para elaborar sus productos, los que ofrecen en sus quinchos o puestos de venta, dándole valor agregado, haciendo parte a toda la familia”.
Pero el precio que fijan los acopiadores no es el único problema que enfrentan los paisanos del agua, el daño ambiental pone en riesgo su forma de vida. El avance de la frontera productiva por la sojización ha empujado a la ganadería a zonas bajas, a humedales e islas que se habían conservado vírgenes.
“Hay zonas de islas que han ido cambiando su fisonomía y se han perdido lugares de pesca. Hay especies como el pacú y el sábado que en nuestra zona ya casi no se ven. Las quemas de las islas hacen que algunos frutos qué el pescador utiliza como carnada desaparezcan. La gran bajante sostenida por tantos años ha generado que se pierdan los arroyos y lagunas donde se podía conseguir otras especies”, lamenta la lugareña.
Al otro lado del río
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Cruzando las cuchillas entrerrianas, sobre el río Uruguay, la problemática es muy similar. En Concordia, Edgardo José Rodríguez continúa con el oficio que le enseñó su padre. Con espinel o caña saca del ancho río bagres, dorados, patíes, surubís, bogas e, incluso, palometas en el verano. Lo que pesca con su familia lo lleva a su casa para “procesarlo” (despinarlo y hacer picada) y después venderlo.
La mayoría de la pesca tiene por destino grandes pescaderías, otro porcentaje es para el comedor “Pal Río”, que depende de la Asociación de Pescadores Artesanales de la Zona Sur, a la que pertenece, y una pequeña cantidad se la queda para sus clientes particulares.
“Las pescaderías son a las que más le vendemos, compran por muchos kilos, pero te pagan lo que ellos quieren. Cuando te vas para el lado del centro a ofrecer el pescado fresco, ahí le sacás más”, cuenta Edgardo. Y, respecto al problema ambiental, asegura que en sus jóvenes dos décadas de vida ha visto empeorar sostenidamente la calidad ambiental de su pago: “en los arroyos es lo peor, tiran químicos y matan todo, es terrible de ver. Lo que usamos de carnada, todo matan. El pescado desova dentro de los arroyos, así que si matan la vida del arroyo los peces no llegan al río”.
Se trata de la misma zona que fue noticia hace algunos días, cuando trascendieron las imágenes de carpinchos teñidos de verde flúor a causa de las cianobacterias que afectaron el lago de la represa de Salto Grande. Falta de tratamiento de desechos cloacales, fertilizantes y destrucción de humedales son los ingredientes perfectos para la proliferación de las algas verdeazuladas, un peligro para la fauna y para los seres humanos.
Ante la falta de Estado, solidaridad
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En el período 2004-2015, en Argentina se dio un proceso de institucionalización de la agricultura familiar a partir del desarrollo de una serie de políticas públicas que involucraron a las carteras de Economía, Producción y al Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA).
Pero el despliegue territorial y los proyectos alcanzados por el Estado nacional fueron abandonados paulatinamente a partir de la presidencia de Mauricio Macri, teniendo como corolario el cierre de oficinas públicas, los despidos y el fuerte recorte presupuestario durante lo que va de la gestión de La Libertad Avanza (LLA).
Ante tal escenario, es la solidaridad de los trabajadores la que hace frente a la recesión que golpea a las familias más vulnerables. Cuenta Edgardo: “en la actualidad, somos 12 compañeros, más algunos colaboradores, los que trabajamos en ‘Pal Río’, el comedor de la Asociación de Pescadores. Somos parte del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE), gracias a eso nos organizamos y pudimos armar todo esto: la asociación, el comedor y la sala de despinado y procesado. Además de la comida a base de pescado, tenemos la cantina y todos los fines de semana hay peña y recitales. Los jueves proyectamos películas, con entrada gratuita. Tenemos huerta, una zona de camping y estamos tratando armando la cancha de fútbol”.
Las voces de Mariana y Edgardo representan a más de dos mil familias que en Entre Ríos siguen eligiendo al río como lugar de trabajo, al pescado como pan, al cuidado ambiental como única garantía de futuro y a la solidad como estrategia de desarrollo.
* Integrante de Revista La Mala de Gualeguaychú, especial para Tiempo Rural
Infografía: Diego Abu Arab. Fotos: Emiliano García.