Aun en días de pandemia y emergencia sanitaria, los intereses del agronegocio fueron, una vez más, favorecidos. El Ministerio de Relaciones Exteriores anunció la reducción de aranceles para la importación de insumos que se utilizan en la fabricación de potentes herbicidas como la atrazina y el glifosato. “Estos productos nos están matando, envenenando, y además aumentan los riesgos porque disminuyen considerablemente nuestras capacidades inmunológicas ante el coronavirus”, denuncian desde los pueblos fumigados.
A través de su publicación en el Boletín Oficial, se informó la puesta en vigencia de acuerdos de complementación económica entre los países del Mercosur que implican una rebaja del 2% sobre el valor FOB (el valor de la mercancía puesta a bordo de un transporte marítimo) de los ingresos al país de monoisopropilamina y sus sales, con un cupo de 26.282 toneladas, y dimetilamina, con un límite de 6000 toneladas, por los próximos seis meses. El “descuento” había sido solicitado por la Argentina a principios de marzo durante una reunión de los cancilleres en Montevideo.
“Son compuestos que se usan como precursores, intermediarios para la fabricación de, por ejemplo, atrazina y glifosato, que son los herbicidas presentes en todo lo que nos imaginemos, no sólo en la soja transgénica, sino también en la producción hortícola, en las frutas, el tabaco y la yerba”, advierte Javier Souza Casadinho, ingeniero agrónomo, docente y coordinador de la Red de Acción en Plaguicidas de América Latina (Rapal).
“La atrazina –continúa– está prohibida incluso en su país de origen, que es Suiza. Es un producto desconocido en la Argentina, no está posicionado en la prensa, pero es peligroso porque está demostrado que se solubiliza en agua y se arrastra a las napas. También que, mezclado con otros componentes como ocurre durante las fumigaciones, afecta el sistema endócrino”.
Si bien es cierto que su nombre no es muy conocido, la atrazina es un herbicida usado hace muchos años Argentina, al principio asociado fundamentalmente a la fumigación de campos de trigo y maíz y, en el último tiempo, extendido a prácticamente todos los cultivos. Tanto que, junto al glifosato y el 2,4D, es de los más aplicados en el país.
“Nos resulta preocupante que en medio de la pandemia de Covid-19, que afecta la salud de todas las comunidades, el ministro de Relaciones Exteriores, Felipe Solá, haya reducido los aranceles para potenciar la importación de insumos para la fabricación de agrotóxicos en el país. Esta resulta, además, una maniobra que implica un beneficio para las multinacionales que operan en el negocio de la agroindustria extractivista, con el fin de asegurar sus ingresos en el suministro de venenos para la próxima temporada de siembra de cultivos transgénicos”, se lee en el comunicado de repudio publicado por las “Asambleas de Pueblos Fumigados de la provincia de Buenos Aires y colectivos hermanos”.
Precisamente, la figura del canciller Solá generó una molestia extra entre los ambientalistas, quienes no olvidan su insistente gestión para autorizar el uso de la primera soja transgénica hace más de 25 años (ver aparte).
“La baja de aranceles –reflexiona Souza– va a generar un abaratamiento en la fabricación y por ende en el costo de los herbicidas. El gobierno busca un equilibrio: por un lado, subir las retenciones y, por otro, reducir los costos de producción. Esa fue siempre la política de Solá de mantener contentos a los productores”.
Contradicción
El 22 de abril, en el marco de la celebración del Día de la Tierra, el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible, a cargo de Juan Cabandié, difundió un video que tomó muchos de los reclamos que se le vienen haciendo al actual modelo de producción. Sin embargo, el abaratamiento de los insumos para fabricar agrotóxicos o la inclusión de las fumigaciones dentro de las actividades esenciales exceptuadas de cumplir la cuarentena (junto a la minería y la explotación forestal) constituyen, para los ambientalistas, una “gigantesca contradicción”.
“Nos parece muy triste que se siga apostando al mismo modelo químico de producción de commodities que provocó un desequilibrio biológico, la destrucción del hábitat y una deforestación que tiene mucho que ver con lo que estamos viviendo”, se lamenta Gabriel Arisnabarreta, productor agroecológico e integrante de Ecos de Saladillo. En el mismo sentido se expresa Yanina Gambetti, del Frente de Lucha por la Soberanía Alimentaria Argentina: “Lo más grave es que estas multinacionales beneficiadas son justamente las que están acabando desde hace décadas con la salud de los pueblos y de la tierra”.
Solá y los transgénicos
La conformación del marco regulatorio sobre semillas genéticamente modificadas comenzó en el país en el año 1991, con la creación de la Comisión Nacional de Biotecnología Agropecuaria (CONABIA), bajo la órbita de la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentación. Cinco años más tarde, en 1996, el entonces secretario de Agricultura del gobierno de Carlos Menem, Felipe Solá, autorizó de manera exprés y en base a estudios de Monsanto que ni siquiera fueron traducidos al español, la primera soja RR (por Roundup Ready), tolerante al herbicida glifosato y producida, obviamente, por esa multinacional, hoy en manos de la alemana Bayer. Desde entonces, los gobiernos sucesivos no dejaron de incentivar el modelo transgénico. Durante la presidencia de Mauricio Macri, por ejemplo, el ritmo de aprobación de los Organismos Vegetales Genéticamente Modificados (OVGM) se disparó, avalando 25 desarrollos transgénicos, casi la mitad (el 41%) de todos los autorizados en los últimos 23 ejercicios. De ellos, 18 fueron aprobados sólo en los últimos dos años de gestión.