Esta semana, otras dos visitas europeas a Washington habían sancionado definitivamente la novedad de que la diplomacia con Washington pasa a ser cuestión de hacer sentir adulada a la presidencia imperial y abandona el ámbito de la relación entre gobiernos. Emmanuel Macron y Keir Starmer pasaron en rápida sucesión por la Casa Blanca abrumados por la aprensión de conocer de boca del mismísimo Donald Trump los términos de la separación de bienes en el divorcio propuesto la semana anterior por el vicepresidente J. D. Vance en Múnich.
Ambos líderes europeos se fueron con las manos vacías respecto de uno de los temas que más los preocupan: Ucrania. A Macron, Trump no le aseguró que la paz no se haga en los términos de Vladimir Putin. A Sir Keir, no le garantizó respaldo militar estadounidense en caso de destinar tropas británicas a la protección de Ucrania después de que se alcanzare la paz y en caso de que ese país sufriere otra agresión rusa. La “relación especial” sigue siendo especial, pero menos especial que antes. Por cierto, una reunión no fue el calco exacto de la otra: el primer ministro del Reino Unido se fue con grandes chances de que las exportaciones de su país no tengan que pagar nuevos aranceles, mientras que el presidente francés se llevó de la reunión la tarea ingrata de comunicarles a sus pares de la Unión Europea que la furia arancelaria está a punto de desatarse sobre ellos.
En lo que sí hubo una similitud impactante fue en la escena cortesana que definió ambos encuentros. Los esfuerzos de Starmer y Macron por agradar, hacer sentir menos amenazado, hacer entrar en razones con modos que no pudieron ocultar risas incómodas, fueron ostensibles, como lo fue el hecho de que las reuniones fueron pensadas por coreógrafos. La diplomacia presidencial, que por décadas fue un complemento de la política exterior de los países, se ha vuelto súbitamente la actividad que absorbe toda la energía de cancillerías y asesores presidenciales de política exterior y seguridad nacional.
La práctica instalada de que los gobiernos se relacionan entre sí a nivel de sus respectivas cancillerías y de que múltiples otras agencias gubernamentales se coordinan o confrontan con sus homólogas ha envejecido súbitamente. No se trata ya del lento abandono de la discreción como materia prima fundamental, como efecto de la irrupción de las redes sociales y de la ilusoria transparencia que éstas han impuesto. La agenda de múltiples niveles que esas burocracias tejían ha sido desplazada por el gesto de pretensiones omnipotentes de una presidencia imperial que trona desde Washington: ¡al que tienen que convencer es a mí!
La concentración de poder doméstico de Trump, con los tres poderes del Estado en un puño, se traduce de inmediato en una política exterior que se reduce a un acto unipersonal. Los aliados tradicionales de EE UU han tomado nota y allí están Macron y Starmer tratando de arreglárselas con esto. De los dos, fue el británico quien llegó munido de algo realmente preciado para Trump: una invitación del Rey Carlos III que lo convertirá en el único jefe de estado de la era moderna en realizar dos visitas de estado, reiterando la realizada durante su primer mandato.
El análisis convencional indica que los intereses de EE UU en relación con los británicos son distintos de los que el país pone en juego con la UE, sin embargo, la desinstitucionalización de la diplomacia presidencial impide descartar que el gesto de Starmer haya sido la carnada correcta para el big fish Trump. A Starmer le ha alcanzado con la gratitud manifiesta de Trump para ganarse el elogio de la prensa que se le negó a Macron a su vuelta, aun si (como señalamos más arriba) no logró conseguir lo más importante que fue a buscar.
Entretanto, habrá seguramente jefes de Estado en países de menor poder que extraerán de estas dos visitas la lección, conveniente a su propia visión de la política internacional como un concurso de personalidades, de creerse validados en su esfuerzo por ser aceptados como cortesanos, así terminen fungiendo sólo de bufones.