En estos sangrientos tiempos de guerras promovidas con dólares y saña –en Ucrania, en el Mar Rojo, en Medio Oriente, como antes en tantas otras partes– los grandes señores que regentean la OTAN y ordenan las brutales masacres de los pueblos, abren un nuevo frente de combate.
Esta vez es en el norte sudamericano, donde Venezuela y la República Cooperativa de Guyana, la vieja Guayana inglesa, viven desde siempre en tensión por un diferendo territorial. En tensión, pero no en estado prebélico o algo que se le parezca. A la sombra de un gobierno débil y dócil, “bien mandado” lo definió el ministro de Defensa venezolano Vladimir Padrino, Estados Unidos y Gran Bretaña –junto con Francia las grandes potencias atómicas occidentales– desplegaron barcos y aviones. El primero, el HMS Trent de la marina real.
El clima se recalentó a fines de noviembre, cuando el gobierno del presidente Irfaan Alí reveló que había pedido al Comando Sur de EE UU, comandado por la generala de mala fama Laura Richardson, que dispusiera lo necesario para establecer una base militar en territorio guyanés. Irfaan apuntó bien: Richardson es definida por sus propios camaradas como “una mujer ávida de poder”. Además, no tiene reparos en invadir otras áreas del gobierno de Joe Biden y proclama como ningún otro que sólo se retirará cuando cumpla con su objetivo de acumular para EE UU todo el petróleo y el litio que yace en el subsuelo americano. Según prospecciones de ExxonMobil, en el área territorial en disputa están las segundas reservas mundiales de hidrocarburos. En defensa de su soberanía y sus riquezas, el jueves último Venezuela movilizó sus fuerzas de tierra, mar y aire. La «acción conjunta defensiva» consiste en desplegar 5682 combatientes, 28 aeronaves y 16 embarcaciones en la región.
Después del llamado al Comando Sur vinieron las primeras maniobras con la participación directa de tropas aerotransportadas norteamericanas, un aparatoso despliegue de bombarderos y paracaídas lanzados contra nadie durante 24 horas, con el pretexto de una acción conjunta de combate al narcotráfico. “En colaboración con la fuerza de defensa de Guyana, el Comando Sur llevará a cabo operaciones de vuelo dentro del país amigo el próximo 7 de diciembre”, señaló un texto divulgado el día anterior. No lo repartió el gobierno de Georgetown, sino la embajada norteamericana. “Es una operación de rutina –explicaba– para mejorar la seguridad y fortalecer la cooperación regional”.
Ninguna casualidad
Todo lo que ocurrió hasta la víspera de Navidad, cuando la Corona británica anunció el envío de naves de guerra al área en litigio, parece perfectamente coordinado entre Londres y Washington. Anthony Blinken, el jefe de la diplomacia norteamericana, habló con Alí para decirle que Estados Unidos “reafirma su apoyo a Guyana en todos los planos, tal como ha quedado a la vista en los últimos días”, agregó en obvia referencia a las maniobras del 7 de diciembre. Richardson también habló, y lo hizo para recordar que Guyana es rico en aguas dulces y maderas finas pero, sobre todo, en petróleo, oro, diamantes y bauxita. Desde Londres, el resucitado canciller David Cameron señaló que “el Reino Unido seguirá trabajando a favor de la integridad territorial” de la antigua colonia. El canciller para América, David Rutley, viajó a Guyana sólo para hablar de “apoyo inequívoco”.
A todo esto, Venezuela respondió en tono de paz y convocó a un referéndum para recabar la opinión ciudadana sobre la incorporación al territorio nacional de los 160 mil kilómetros cuadrados del Esequibo. El 98% dijo que Sí. Días después se documentó como nuevos ciudadanos venezolanos a los 125 mil habitantes de la región. Ahora, la petrolera estatal PDVSA otorgará licencias de explotación de petróleo, gas y minerales y la Asamblea Legislativa anunciará la creación de la provincia de la Guayana Esequiba.
Se ignora el real poder de fuego de la HMS Trent, una nave de patrullaje de ultramar y, sobre todo, con qué armamento está dotada y si lleva a bordo armas nucleares, como todo lo hace prever. Fue anunciada como el primer barco de guerra que será fletado a la zona, en una ridícula acción de “apoyo diplomático”. Estará desde esta semana en la rada del puerto de Georgetown, con 65 tripulantes: alcanza una velocidad máxima de 24 nudos y un despliegue de 5.000 millas náuticas. Está armada con cañones de 30 mm en un número indeterminado. Puede desplegar helicópteros tipo Merlín y drones. Un dato interesante: está asignado al patrullaje permanente del Mediterráneo, con base en Gibraltar, territorio usurpado a España como las Malvinas a Argentina.
Viejos piratas
Añorando los años de gloria de la Royal Navy, aquellos viejos tiempos coloniales en los que, con sus bucaneros, la Corona británica se llevaba todo por delante –tiempos en los que las plantaciones de Guyana asistían generosamente a las arcas de la reina–, el gobierno de Londres volvió a movilizar a los que fueron sus instrumentos “civilizados” de dominación. Después del anuncio del envío de la HMS Trent a aguas jurisdiccionales venezolanas, reapareció la Lloyd’s of London, la compañía creada en 1765 para acompañar los andares del Reino desde la regencia del mercado de los seguros. La Lloyd’s advirtió sobre un aumento del costo de los fletes marítimos porque incorporó a Guyana a su lista de zonas navieras riesgosas o “extremadamente riesgosa”.
El Bank of England, que desde mucho antes que el Lloyd’s acompaña las aventuras reales (1694), también reapareció. Lo hizo con una bravuconada propia de antaño, para recordar que las 31 toneladas de oro de propiedad del Banco Central de Venezuela que mantiene usurpadas en sus arcas, seguirán allí, “bien cuidadas”, pese a lo que pueda ordenar cualquier tribunal internacional. En el terreno de lo que podría llamarse diplomacia, Londres logró activar los favores de sus socios del Caribe, las antiguas colonias insulares que conforman la Comunidad Británica de Naciones, para darle su respaldo a Georgetown. Tuvo más eco que la proclama pacifista de Rusia demandando un diálogo persistente. Y logró lo que el Mercosur no logró cuando le pidió al secretario general de la OEA, Luis Almagro, que actuara como mediador. Hasta ahora, Almagro guarda un cómplice silencio.
Por el Caribe o por Malvinas, lo mismo da
Como su nombre lo dice, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) es una alianza militar de los países de esa vasta región geográfica, Estados Unidos, Canadá y sus mandaderos de la Europa occidental. Como su Carta constitutiva lo indica taxativamente, en su seno sólo caben las naciones situadas en el más allá del maldito Sur. Allí, con todo su poderío, el que manda es Estados Unidos, con Gran Bretaña y Francia como laderos, las tres potencias nucleares del mundo occidental. Como en 1969, con la firma del Tratado de Tlatelolco, América Latina se declaró zona de paz, libre de armas nucleares, teóricamente está vedado el ingreso a la región de todo tipo de armas atómicas.
En un sabio abrir del paraguas, veinte años antes, cuando firmaron la Carta de Washington, los países originarios de la OTAN no hablaron de la base norteamericana de Guantánamo ni de las “facilidades” de las que gozaban Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia –sus potencias nucleares– en una decena de países, por haberse hecho cargo de las relaciones exteriores y la defensa de sus antiguas colonias americanas y caribeñas en el momento que les confirieron la “independencia”. De tal forma, pasó inadvertido que las tres potencias de la OTAN tenían garantizado, por omisión, el ingreso de sus barcos, sus aviones y sus tropas, con todo su componente nuclear, a cualquiera de los firmantes de Tlatelolco.
Como se supone que la Carta tiene vigencia ecuménica, en los últimos años la OTAN puso sus pies en múltiples países, todos en regiones donde las papas queman. Así, incorporó en carácter de “socio global extra zona” a Afganistán, Australia, Nueva Zelanda, Irak, Japón, Corea del Sur, Mongolia, Pakistán y Colombia. En América Latina, y la llegada del HMS Trent a aguas venezolanas es apenas una muestra, las armas nucleares pueden entrar por las antiguas colonias francesas de Guayana, Guadalupe y Martinica o por las múltiples islas caribeñas “liberadas” por Gran Bretaña en los años 60 del siglo pasado. O por las Malvinas.