Elon Musk, el ministro al que el presidente Donald Trump pidió que se hiciera cargo de la desregulación y transformación del Estado, quiere que Estados Unidos se vaya de la ONU y de la OTAN. “Son organizaciones anacrónicas y caras, no sirven para nada y están copadas por el socialismo”. Musk habló por él, pero todos saben que el empresario más rico del planeta es la voz cantante de Trump. Todo lo que dijo e hizo hasta ahora para destruir al Estado ha sido aprobado por el presidente. Es el único que habla primero y pide permiso después. The Washington Post, Newsweek y CNN, entre tantos, dijeron que el hombre que compró su cargo con 300 millones de dólares para la campaña de Trump “es el presidente en las sombras”. Coinciden hasta en los términos.
“Quien no esté de acuerdo (con Musk) se puede marchar”. Así de jugado fue Trump el jueves, cuando se hizo de un minuto para decir que a él tampoco le parece mal romper con la ONU y con la OTAN. Como Musk, entiende que esos organismos creados al influjo imperial fueron cooptados por el marxismo y están dedicados a atacar a Estados Unidos. Más allá del grotesco, y guiada sólo por la lógica del caprichito del niño rico que todo lo que quiere todo lo compra, la dupla Trump-Musk está rompiendo (o decidida a hacerlo) todo lo que encuentra por el camino. En ese paquete entran, aunque con México paró provisoriamente la mano, hasta sus serviles aliados de la vieja Europa que, al fin, admite que se siente humillada por el gran patrón.
Los niños ricos se marcharon de la Organización Mundial de la Salud sin enterarse de para qué sirve y qué papel jugaba Estados Unidos en ella. Se fueron también de los foros en los que se analizan cuestiones como la lucha por la salud pública o el combate a los efectos del cambio climático. A falta de una respuesta, las instancias científicas de la ONU dijeron que el fin de la participación norteamericana en la OMS y su ruptura con el llamado Acuerdo Climático de París tienen un enorme impacto negativo en la salud pública global y en los esfuerzos para detener el calentamiento del planeta. Tampoco registraron que por riesgos meteorológicos, climáticos e hidrológicos, en el último medio siglo EE UU sufrió 403 catástrofes que, además de cientos de vidas, significaron pérdidas materiales por 2915 billones de dólares.
Hasta en el Parlamento comunitario se indignaron. Que atente contra la OTAN, le dijeron, pero que no pretenda meterle mano a la UE. Trump había agregado que la unión aduanera de los europeos se había creado para agredir económicamente a EE UU. Ignora que buena parte de la riqueza que hoy tiene su país se la debe a Europa, le recriminó el español Pedro Sánchez. Actuando como un vocero oficioso de la UE, y en un lenguaje similar al de China, el jefe del gobierno hispánico le señaló al norteamericano que estaba inventando un conflicto y fabricando un enemigo. “Vamos a defender nuestros intereses ante quienes quieren atacar las economías europeas con aranceles injustificados y amenazan veladamente nuestra soberanía. Estamos decididos y preparados”, advirtió.
Una asesora de la presidenta mexicana Claudia Sheinbaum habló con rabia rebelde y Newsweek la reprodujo. “Esta cadena de disparates –dijo– obliga a preguntarse qué busca Trump al dar el primer paso hacia la demolición del tratado con México y Canadá, y al irse de la ONU y sus agencias, y de la OTAN. Si esta necesaria convivencia con un sujeto inestable preocupa al mundo, debería alarmar a la sociedad estadounidense, cuyo destino está en manos de un ser irracional”. Hay ejemplos. Al frente de la recién creada “Oficina para la fe” –algo así como una sucursal terrenal de las fuerzas del cielo– puso a la pastora pentecostal Paula White, para quien “decirle no a Trump es decirle no a dios”. Como en tiempos medievales, Pete Hegseth, jefe del Pentágono, se tatuó en el dorso una enorme Cruz de Jerusalem, la de los fanáticos cruzados del siglo XII.
La historia vuelve a repetirse, invitaba a cantar Enrique Cadícamo. Y es cierto, aunque este odio de boca sin sonrisas de hoy en nada se parece a la ternura de aquellos labios enamorados para los que la repetición era la gloria. En los tiempos de negociaciones y tranzas previos y posteriores a la Primera Guerra, el norteamericano Woodrow Wilson impulsó acuerdos –junto con Francia y Gran Bretaña– que generaban la esperanza de que esa matanza no volviera a repetirse. Sin embargo, en cosa de horas rompió con lo pactado, y con ello le disparó al corazón a la idea de crear una Sociedad de las Naciones, prólogo de las Naciones Unidas.
A Wilson, los republicanos lo habían acorralado y le negaban sus votos para llegar a la mayoría especial que le permitiría suscribir los acuerdos que había tejido con el francés Georges Clemenceau y el inglés David Lloyd George. Distintos investigadores se preguntan qué lo llevó a “matar a su bebé” y volver a la visión de un mundo sin reglas que se repite con Trump y su gobierno, un “sindicato de multibillonarios dirigido por un loco”, escribieron en The Guardian. Algunos creían que lo había inhabilitado un ACV sufrido poco antes de su voltereta. Otros decían que su comportamiento tenía raíces psicológicas. Lo dijeron personajes que bien lo conocieron, como Winston Churchill y John Maynard Keynes. Sigmund Freud se sumó a esta línea. Lo cierto es que en su ocaso, unos y otros lo llamaron como a Trump hoy, en plenitud, “el presidente loco”.