Benditos los años electorales. Malditos los años electorales. Benditos porque desde hace 42 años y una bocha de comicios de todo tipo nos posibilitaron el ejercicio de la democracia y el privilegio y el derecho de elegir. Sabemos de sobra, porque lo vivimos, lo doloroso que es que otros decidan por nosotros y lamentamos que esa tentación del poder permanezca vigente. Malditos porque los llamados “costos políticos” se elevan al ritmo del riesgo país. Quienes deberían sostenerlos terminan parafraseando, muy lejos de ser marxistas, al gran Groucho Marx: “Estos son mis principios, pero si no les gustan, tengo otros”.
Benditos, porque, sostenido por una votación tras otra, lo institucional sigue vivito y coleando. Y porque, ya se ha entendido que fijar una posición está muy lejos de ser un trámite administrativo dentro del cuarto oscuro. Malditos, porque, aquí y en todo el mundo, es tan lamentable como real, que el recurso político es finito y no da abasto para satisfacer la asistencia de todos. Ese puede ser el origen –claro que no el único– de que los políticos dejaran de ser la representación del sistema de certezas, otrora confiable. Y eso, ni el gran gesto de ciudadanía que es votar, lo disimula. Un tesoro que se empieza a valorar recién cuando se lo pierde.
Benditos porque una práctica electoral continuada (no confundir con necesidades electoralistas de momento) afirma la independencia de criterio, acrecienta la posibilidad de decidir en libertad y cada vez que introducimos el sobre nuestra autoestima crece. Malditos porque la experiencia pasada y reciente indica que los electorales son una clase de años en los que se vuelven demasiado habituales las ambiciones personales, el oportunismo, la superficialidad y el vértigo. Características con frecuencia estimuladas por los consejos de un asesor de imagen, por los resultados de un costoso focus group o por ser pasajero frecuente de algún pasatiempo televisivo.
Por muchas de estas razones el estilo de voto argentino devino en un catálogo de pintoresquismos sostenido por la coyuntura. Así, a la búsqueda de resultados inmediatos, surgieron y fueron aceptados el voto castigo, el voto bolsillo, el voto licuadora, el voto cuota, el voto bronca o el de triste y reciente memoria, el desesperado voto hoy, y después vemos. ¿Cuál será el próximo alarde expresivo, que luego tanto les sirve a los medios? ¿El voto motosierra ya pasó?
Año electoral. Tiempo de argucias, desde embarrar la cancha del adversario, aún con el riesgo de pegarse un resbalón; debilitamiento considerable de las lealtades y cruces de una vereda ideológica a otra, ida, vuelta, vuelta e ida. Este 2025 no parece constituir una excepción y períodos como este contienen varios años en uno. El actual no se inició en enero, sino que desde 2024, día a día, se empezó a agitar y aproximar el calendario y no hubo manera de ignorarlo. Lo cual confirma la idea de que cada vez es más difícil de probar que las elecciones se realicen cada dos años.
La cuestión es que ya se inició el ciclo electoral llamado de medio término, con elecciones en la provincia de Santa Fe y de acá a un mes nos tocará a los porteños elegir. Más adelante será el turno de la Nación entera. En el variopinto reparto de caras y actitudes dispuestos a la contienda tendremos que orientar con quien más nos represente. Viene a mi cabeza ahora el inolvidable Jorge Guinzburg cuando en su ciclo Peor es nada propuso, desde el humor, que era lo suyo, un test para facilitar la decisión. Corrían los años noventa y preguntó: “¿Usted se sentaría a comer un asado con un general genocida? Yo no. ¿Y con Simón Lázara? (NdR: dirigente de origen socialista, luego cercano al alfonsinismo, de fuerte presencia a fines de la década del ’80 y principios de los ’90, defensor de los Derechos Humanos, diputado) Yo sí –se respondió el petiso– aunque ya sé que el gordo Lázara se comería casi todo”.
Una prueba similar podría pensar hoy todo buen ciudadano, embargado por serias preocupaciones cotidianas, con preguntas tales como:
¿del brazo de quién caminaría por Florida un mediodía?
¿Con quién me sentaría a tomar un café?
¿Con quién me gustaría encontrarme en la parada del bondi e invitarlo con la SUBE?
¿Con quién compartiría unos fideos al tuco y pesto en Pippo?
Y si el humor social no da para cuestiones semejantes, hay otras preguntas igualmente simples, específicas:
¿Quién se ocupará mejor de mi situación laboral, económica y emocional?
¿Quién parece más dispuesto a luchar por crear nuevos derechos y respetar los adquiridos?
¿Quién me mantendrá a salvo del FMI?
¿Quién depende menos de los medios de comunicación, de las encuestas, del marketing y de las redes sociales?
¿Cuál de todos sigue creyendo que la finalidad de la política es, antes que otra cosa, pensar ideas para mejorar la vida de la gente?
¿Quién le temerá menos al populismo?
¿Quién me permitirá despertarme sin pensar con qué cosa nueva me vendrán hoy?
¿Quién estará más cerca de las cosas en las que yo creo?
Cada uno tendrá la mejor pregunta que le permita afinar la elección. Como se ve, son preguntas cándidas, probablemente ingenuas, provenientes de alguien que sigue creyendo en palabras como discurso, proyecto, programa, plan, idea, utopía y asociadas. Y al que términos y expresiones como alianzas de ocasión, candidatos testimoniales, rosca, poroteo, paso, boleta única, voto electrónico, debate televisivo le provocan una eruptiva mental muy dura de domar.