Si antes de la muerte de Juan Perón las organizaciones de la militancia peronista vivían en clima de tensión crítica, no exento de violencia explícita, el fallecimiento del líder no podía provocar otra cosa que una estampida dramática que significó la profundización de esas tensiones e intensificó el clima que recaería, en forma indirecta, en el baño de sangre que llegó a partir del golpe del 24 de marzo de 1976.
Sólo Perón, con su liderazgo y su capacidad política podía aspirar a conciliar los sectores en pugna que habían llegado a ese momento empoderados por su propio crecimiento, radicalizados por una cierta autovaloración de sus propias acciones. O bien convencidos cada uno de ellos de que eran legítimos representantes de la herencia de Perón, aquella que el General había invocado en su último discurso del 12 de junio anterior a su partida.
Para entonces, las organizaciones de la militancia peronista estaban mayormente nucleadas en torno a la denominada Tendencia Revolucionaria, donde confluían las organizaciones armadas Montoneros y Far, que para esa época ya se habían fusionado, asumiendo la identidad de la primera. Dentro de la Tendencia estaban también las llamadas organizaciones de base o de “frentes de masas”: la ya histórica Juventud Peronista (JP), las agrupaciones de estudiantes, como la Juventud Universitaria Peronista (JUP), la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) y la Juventud Trabajadora Peronista (JTP). Todas ellas eran satélites de la JP, aunque la conducción de todo el movimiento había recaído en Montoneros, a partir de una decisión tomada tiempo atrás. Es decir que para esa fecha todas las organizaciones de la militancia eran parte de Montoneros, lo que no significaba que cada uno de los militantes fueran milicianos. Pero ciertamente la organización venía atravesando una militarización que llegaría al extremo, algunos meses más tarde, con el pase a la clandestinidad. Por fuera de la Tendencia se había conformado la JP Lealtad, una escisión de militantes que no estaban de acuerdo con las acciones armadas, mucho menos después del regreso del peronismo al poder. No admitían la conducción de Montoneros y se presentaban como los verdaderos leales.
Del otro lado, enfrentados en visiones, estrategias y también en la práctica, estaba la organización de línea ortodoxa y conservadora, Guardia de Hierro, con más antigüedad y con similar legitimidad en cuanto a su experiencia militante bajo el liderazgo de Perón, cercanos a las organizaciones más tradicionales del sindicalismo, nucleadas en la CGT, que también eran parte de la movilización de entonces.
Existía además un seudo frente llamado JP de la República Argentina, que los militantes caracterizaban de “jotaperra”, que era un armado del entorno del “Brujo” José López Rega, entonces ministro de Bienestar Social, para intentar obstaculizar a la militancia. Justamente, en torno a López Rega y otros personajes que lo circundaban, como el teniente coronel Jorge Osinde, orbitaban grupos como el Comando de Organización (CdeO) y la Concentración Nacional Universitaria (CNU), de corte nacionalista extremo y profundamente anticomunista. El primero tuvo protagonismo durante la masacre de Ezeiza, el 20 de junio de 1973, coordinados por Osinde, para impedir la llegada de los “zurdos” a las cercanías de Perón. Un episodio que, es sabido, acabó con 13 muertos tras un tiroteo que, según todas las hipótesis, fue entre los propios miembros del CdeO. Al otro grupo se le atribuye haber surgido con el asesinato de una estudiante en Mar del Plata. Estos grupos, incluida la JPRA, aportarían mano de obra táctica a la patrulla paraestatal Alianza Anticomunista Argentina (AAA o Triple A), autora en forma anónima de varios crímenes contra militantes previos a la muerte de Perón, entre ellos el asesinato del Padre Carlos Mugica, y luego ya con firma y reivindicación pública.
Tras el crecimiento exponencial de Montoneros, y su absorción de la mayoría de los frentes de base, las tensiones hacia dentro del movimiento en su conjunto y con el propio Perón se profundizaron en los tramos finales. La muerte del líder llegaba luego de algunos episodios trágicos para la historia, como la mencionada masacre de Ezeiza, el asesinato del secretario general de la CGT, José Ignacio Rucci, que Montoneros en principio no se atribuyó, y que fue, según algunos autores, el hecho que marcó el punto sin retorno hacia el militarismo extremo de la organización.
El otro hito fue la famosa Plaza de Mayo del 1° de mayo de 1974. Allí Perón les dedicó a los jóvenes la calificación de “imberbes” por pretender ponerse por encima de líderes históricos, y “estúpidos” (“pese a los estúpidos que gritan”, fue la frase). Lo que gritaban entonces la juventud eran consignas que no contribuían al acercamiento con el líder ni otros sectores: “Evita hay una sola, no rompan más las bolas”, en clara alusión contra Isabel; “Rucci, traidor, saludos a Vandor” y “Se va a acabar la burocracia sindical”. Después de los epítetos, la gran columna de juventud se retiró de la Plaza.
Tras la muerte, la retirada fue mucho más crítica. No era sólo quedar a la deriva sin la conducción estratégica. El pase a la clandestinidad del ala militarizada de la “orga” dejó sin protección a centenas de jóvenes militantes que no se habían convertido en milicianos, pero estaban identificados con Montoneros por los servicios de inteligencia y las fuerzas parapoliciales. Lo mismo pasó con muchos militantes que se habían separado de la organización, por diferencias en la acción, y no habían quedado dentro de ningún entorno ni institucional ni organizativo, a merced de su propia suerte. Algunos debieron recurrir al amparo generoso de otros compañeros que se exponían así a ser blanco también de aquellas fuerzas. Uno de ellos fue Carlos Labolita, que terminó detenido desaparecido tras el golpe de 1976, refugiado antes de eso por el joven matrimonio de Néstor y Cristina Kirchner. «