-“Tomala vos damela a mí, por el boleto estudiantil”. Estrujo el pasado y tengo miedo de terminar inventando algún detalle para poder decir algo más de esa marcha. Tantas veces me han preguntado de esos días –sostiene una de las sobrevivientes en Página/12– y trato de ser fiel a mis recuerdos que son tan pocos. El 16 de septiembre de 1976 una ola de secuestros quedó inscripto en la memoria colectiva como La Noche de los Lápices, la manifestación por un boleto escolar. Los represores liderados por Camps habían elegido como víctimas a diez militantes políticos adolescentes de entre 15 y 18 años.
Los militares pusieron en evidencia que el exterminio y la desaparición de las personas además de ser una estrategia militar tenía un objetivo político: sus efectos expansivos; es decir el terror generalizado, el terror como instrumento de comunicación.
Según una investigación harto minuciosa de María Seoane y Vicente Muleiro publicada en El dictador luego de la toma del poder en 1976, la subversión no era un problema social grave; por lo tanto, tampoco era necesario resolverlo con la desaparición de personas, mucho menos adolescentes. La instauración del terror no fue sólo el intento de brindar una solución a un problema acuciante; sino –y fundamentalmente- la necesidad de establecer una vía de comunicación que impactara en la subjetividad de la sociedad de tal manera que el clima de normal confianza que debe imperar en todo Estado de derecho fuera sustituido por la angustia inmovilizando a la sociedad de tal manera que ésta le brindara esos cinco años de plazo que Martinez de Hoz le había solicitado a Videla para cambiar el sistema económico y financiero de la Argentina.
La efectividad de la diseminación del terror se da porque se trata de una comunicación directa que se basa en el boca a boca, una técnica que consiste en pasar información por medios verbales de persona a persona. Esta es una forma común de comunicación en donde una persona cuenta anécdotas reales o inventadas, recomendaciones, información de carácter general, de una manera informal, personal; lo que da lugar a un proceso ficticio.
Si tratamos de reflexionar sobre lo sucedido caemos en la cuenta que se detenía de manera injusta y arbitraria –en este sentido La Noche de los Lápices
resulta emblemática- se imputaban livianamente delitos que de ninguna forma merecían una pena; se condenaba a una muerte indigna y se negaba la posibilidad de reconocimiento y devolución de los cadáveres a los familiares. Por otra parte, como consecuencia de la censura no se contaba con los espacios colectivos –periódicos, revistas, radio, TV, cines, teatros, etc.- donde la gente pudiera relatar, vivenciar, dramatizar y certificar lo que veía en las calles, o lo que en el boca a boca les contaban que sucedía en las calles.
Los perceptos, los contenidos de la percepción, quedaban aislados, de allí que lo percibido no tenía posibilidad de ser confirmado. Luego de unas semanas, las personas no podían afirmar concluyentemente que lo percibido hubiera sido producto de la realidad, de un sueño, o de la imaginación. Estas cuestiones alejadas de la coherencia, del sentido común, de la posibilidad de ser objetivadas se inscribían como un proceso ficticio, no porque no hubiera sucedido; sino porque son producto de una irrealidad muy difícil de elaborar psíquicamente.
Esa vía de comunicación que mencionamos se establece no sólo a partir de lo que se dice; sino –y fundamentalmente- de lo que no se dice, de lo que se sugiere, de lo que se muestra. El testimonio de una persona que vivió aquella época sostiene que conoció a su esposa en una confitería bailable y que se acuerda perfectamente porque era 1978, la época en que “nos preparábamos para el mundial, cuando todos éramos derechos y humanos”. Un slogan de aquella época que se repetía incesantemente en cine, radio y TV. Un mensaje que había sido pensado para desacreditar las campañas de derechos humanos que intentaban contar en Europa lo que sucedía en el país. El mensaje marcaba una política cultural hegemónica ya que indicaba cómo eran y cómo tenían que ser los argentinos: humanos porque no matan, ni hacen desaparecer a nadie y partidarios de la derecha, no de la izquierda que es apátrida y atea.
El pedido de los militares se torna ley que resuena como una voz en la conciencia de la sociedad y esa orden aunque irracional no puede ser incumplida. ¿Por qué? ¿Por qué se termina aceptando el terror que nos imponen? La cuestión es que el carcelero que detiene, que castiga, que tortura, que impide la movilidad, que ciega, que niega la palabra, que de manera caprichosa otorga o regatea el alimento, se termina constituyendo en un yo externo de la víctima y la moviliza en un sentido regresivo, esto quiere decir que la retrotrae a ese momento de la vida donde realmente la persona necesitaba ser alimentada, vestida, etc.
Como en el comienzo de la vida, el Otro del amor se halla muy próximo del Otro que satisface las necesidades. La víctima se halla completamente en manos de ese Otro, de allí que lo acepte sin posibilidad de ofrecer defensa alguna, lo cual implica no sólo la sumisión; sino, inclusive, su abolición como persona. La identificación con el agresor, concepto utilizado por Ana Freud, ahora denominado como síndrome de Estocolmo pone en evidencia la desaparición de los límites del yo, desaparecido el yo desaparece la posibilidad de discernir el adentro del afuera, desaparece la posibilidad de diferenciar quién es el otro y desaparece la posibilidad de agredir y defendernos de quién nos ataca.
Desde siempre la protesta, la huelga, la manifestación han sido considerados síntomas sociales; es decir, una forma de hacer saber que en la fábrica, la empresa y/o la universidad algo no funciona correctamente. A partir de la dictadura, a partir del genocidio, protestar, manifestar, adquiere –social y culturalmente- un nuevo significado. De acuerdo a lo sucedido en La Noche de los Lápices el mensaje –aunque tácito- resulta claro. Protestar y manifestar significan la posibilidad de ser un desaparecido más. Entonces, la protesta y la manifestación también tenían que desaparecer. Los militares trataron de hacer desaparecer la enfermedad haciendo desaparecer sus síntomas. ¡Qué forma tan grosera de pretender curar a la sociedad!-