El 21 de marzo de 1985, el presidente Raúl Alfonsín fue recibido por Ronald Reagan en los jardines de la Casa Blanca. En la nada protocolar bienvenida, el anfitrión deslizó: «Los que ayudan a nuestros enemigos, son también nuestros enemigos». Le tocó el amor propio al presidente argentino, que escuchó con atención y a su turno, empezó a leer su discurso. Pero al primer párrafo, dobló el papel, se lo metió en el bolsillo del breto y, con flema encendida, improvisó uno en el que defendió la dignidad del hombre y la autodeterminación de los pueblos que luchan por ello. «No podemos hacer que los ajustes recaigan sobre los que menos tienen», espetó. Aun con las distancias ideológicas que hoy se mantienen, Alfonsín era un estadista.
El poder real lo pasó por encima. Pero hizo el intento. No fue un genuflexo que trata de héroes a los dueños del mundo, quienes encarnan lo peor de un capitalismo establecido. Un capitalismo que en su seno sí debate los límites, por qué grado del humanismo debe transitar y el siempre clave rol que ocupa el Estado, sin por ello «caer» en socialismo, comunismo, fascismo, populismo, progresismo. Todo «sé igual», podría haber dicho Milei en Davos remedando a Minguito. Se parece a los soldados japoneses que seguían de guardia lustros después de la guerra sin ser advertidos de su final. O al Agente 86 sosteniendo su porfía ante los agentes de Kaos.
¿Enajenación, sandez, maldad, profunda ignorancia? Vergüenza ajena produce el delirio mesiánico de mencionar cifras disparatadas o incomprobables. Como el PBI del año 0: se entiende que es el del nacimiento de Cristo y no el marcado por la tradición judía -a la que adhiere el presidente-, de hace 5784 años, cuando Dios creó a Adán y Eva. ¿O será el de los días de los tyranosaurus, hace 66 millones de años?
Todo es posible en esa dimensión absurda en la que el mundo conoció en vivo a quién votó más de la mitad de los argentinos. Bizarro, lo definió un empresario alemán cuando detuvo su tentación de risa. Podría decirse que en Davos no la ven, si no fuera por el dolor que provoca augurar el daño que habrán provocado cuando, siempre tarde aunque sea pronto, abandonen el barco para que otros arreglen lo que no tiene remedio.
Ese destino trágico que se palpa con pena al escuchar a Pedro Sánchez, en el mismo atril, decirle a la misma gente: «No compren postulados que retratan al Estado como una entidad extractiva, sino ayúdennos a dar una vida mejor a las personas».
A mil tuits de distancia, los que envía el presidente sin medir su relación con lo ridículo, en el sur del mundo, su gobierno autoritario, por convicción o por default, intenta parar la reacción popular que vindica la vigencia de antiguas máximas acusadas de arcaicas, como la que predica que la lucha será “con los dirigentes a la cabeza…”. Guardemos el archivo para otro momento histórico: sin olvidar, aceptemos que el sindicalismo reaccionó, con sus tiempos y encabeza la batalla, mientras otros líderes juegan a la estrategia: en el TEG sólo se apuestan fichas; en la calle, en la realidad concreta, lo que se pierden son vidas.
En un país con historia desbordante de ajustes, no hubo otro de estas características. La democracia cruje, las instituciones son arrasadas por derecha, la economía es devorada por un plan de negocios para pocos. ¿Aguardar sentados a que se caigan solos? Lo que está en disputa no admite postergaciones. Un gobierno timorato aventó la ruta para esta tragedia. Quien transite con los ojos abiertos por las veredas, advertirá cuánto peor estamos todos, ni qué hablar los que no tienen ni para comer. No hace falta esperar la nueva boleta de luz, ni descargar la Sube, o a marzo cuando los pibes requieran un lápiz y un papel.
¿Qué vamos a esperar? ¿Qué haya más hambre aún? Un humorista muy lúcido, esta semana habló en serio: «Si el pueblo fuera mi hijo, ¿dejaría que lo caguen a trompadas o que lo maten, para recién reaccionar?» El mazazo es brutal. La realidad urge. El tiempo es hoy. Al menos, lo es este miércoles 24, cuando las marchas arrasen con advertencias y desborden las calles para intentar frenar el despojo. No queremos vivir así. En otro tiempo se hablaría del grito del subsuelo del país sublevado que busca hacer tronar el escarmiento.
Además, convocan enfáticamente Madres y Abuelas. Y como alguna vez se juramentó este periodista: «Si hay un pañuelo blanco, yo voy detrás».
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Con esa entrañable amiga nos une una devoción serratiana, siempre indescifrable, incluso en el eterno debate si la verdad puede o no ser triste. Ella recordó hace unos días un cuento de 1952 de Ray Bradbury. El escritor es tataranieto de Mary Bradbury, una inglesa rica que en el siglo XVII, ya en EE UU, abogó por los pobres, sin ser feminista ni saber cuánto había variado el PBI mundial: fue acusada de asumir diversas formas animales, sobre todo un jabalí azul (no un unicornio) y haber embrujado un barco… Fue condenada en los juicios de Salem.
Su descendiente escribió El ruido del Trueno, la historia de un viaje al pasado (mucho atrás de los años de Alberdi), mediado por Safari en el Tiempo S.A. (no era una cooperativa, aunque podría haberlo sido). Al protagonista, Eckels, lo atrapó el anuncio: «Safaris a cualquier año del pasado«. «¿Este safari garantiza que yo regrese vivo?», preguntó el viajero temeroso. «Puede que no», le respondieron. Podría matar a un tyranosaurus pero jamás apartarse del sendero indicado, o cambiaría el destino de la humanidad. Sobre el epílogo del viaje se revela la paradoja. «Salí del sendero, traje un poco de barro en los zapatos; eso es todo», confesó y escuchó el trueno. Miró el cartel. Ahora decía: «Sefarys a kualkuier año del pasado». Bradbury eligió la letra K sin conocer a Néstor y Cristina. Escribió que el muchacho de su cuento, además de barro, había transportado del pasado, una mariposa: así transfiguró la historia. Eckels, desesperado, preguntó: «¿Quién… quién ganó la elección presidencial ayer?». «¡Deutscher, por supuesto! Tenemos un hombre fuerte ahora, de agallas», le dijeron. Gimió. Cayó de rodillas. Recogió la mariposa dorada con dedos temblorosos. Y otra vez oyó el ruido del trueno.