El bus turístico, un servicio ofrecido por el gobierno porteño, avanzaba con suma lentitud por la avenida Entre Ríos, mientras la guía, micrófono en mano, describía con elogios la arquitectura del Congreso Nacional.

Pero lo que concitaba la atención de los pasajeros era el vallado policial que lo separaba de la plaza homónima. Lo cierto es que, desde comienzos del otoño, aquellas planchas de hierro azul son parte de un paisaje algo vintage, ya que parece una postal de la última dictadura.

Lástima que, al pasar el bus por allí, la guía no hablara del apaleamiento de jubilados efectuado por los mastines antropomorfos del régimen durante la tarde anterior (18 de septiembre), ni del ataque con gases lacrimógenos a una nena de diez años, junto con otra golpiza de ancianos, durante la tarde del miércoles 11; una “política” hacia la “clase pasiva” que data del 28 de agosto y que, con una saña escalofriante, se repite cada semana.  

Ahora, en el transcurso del jueves pasado, justo cuando el bus turístico ya enfilaba por la avenida Callao, de pronto el cielo se oscureció, preludiando un temporal. ¿Noche y niebla? Pues bien, quiso el destino que, en ese mismo instante, el gobierno estrenara en sus redes sociales un video que compara al kirchnerismo con un virus mortal, emulando, sin un ápice de rubor, la estética de un cortometraje propagandístico del Tercer Reich, titulado Die englische Krankheit (La enfermedad inglesa), estrenado en 1941.  

Pero, más allá de las coincidencias artísticas, volvamos a nuestra propia Gestapo. Ya se sabe que, inmediatamente después del arribo de Javier Milei a la Casa Rosada, las fuerzas federales de Seguridad, secundadas por agentes de la Policía de la Ciudad, consumaron sus primeras escaramuzas represivas. Sin embargo, su actual dinámica recién fue estrenada el 12 de junio, durante la movilización en contra de la Ley Bases. Una jornada inolvidable. 

Era también un miércoles, que clareó cargado de pésimos presagios. Su primer signo fue el millar y medio de esbirros desplegados por el Ministerio de Seguridad alrededor del Congreso. En ello, claro, subyacía una celada. De modo que el hostigamiento a los manifestantes se desató sin ningún motivo y con un rigor extremo: palazos, camiones hidrantes y gases lacrimógenos.

El saldo de aquella iniciativa se tradujo en 33 violentísimas detenciones, todas al voleo –además de 138 heridos–, entre otras delicadezas.

De hecho, su justificación argumental ya estaba redactada de antemano: “Grupos terroristas que intentaron perpetrar un golpe de Estado”. Esa fue la frase que esgrimieron al unísono la ministra Patricia Bullrich y Milei.

¿Acaso se trataba de una directiva impartida a la Justicia?

Por lo pronto, en este punto entró a tallar un sujeto hecho a la medida de semejante acontecimiento: el fiscal federal Carlos Stornelli.

Después de un lustro de bajo perfil, lo único que se supo de él fue –el 12 de marzo pasado– su oportuno sobreseimiento en una causa que –junto a su amigo, el falso abogado Marcelo D’alessio– le atribuía integrar una asociación ilícita abocada al espionaje y a la extorsión.

Pero ello tal vez sea el capítulo más liviano de su ser.

Porque ese hombre con rostro perruno y sobrepeso supo ser, durante el régimen macrista, un alfil del lawfare, tal como se le dice a la judicialización de la política, a través de la triple alianza entre cierto sector del Poder Judicial, los servicios de inteligencia y la prensa amiga. Tanto es así que –por ejemplo– la recordada “causa de los cuadernos” fue el gran regalo que le dio la vida. Stornelli, en sociedad con el juez Claudio Bonadio, supo idear un sistema confesional basado en la delación asistida. Una mixtura entre el macartismo y la inquisición española, destinada a privar de su libertad a todo imputado que no declare lo que ellos deseaban oír. Así nació el festival de los arrepentidos. Pero el fiscal habría tensado la cuerda extorsiva más de lo debido, extendiendo su voracidad hacia presuntas cuentas bancarias a su nombre.

Ahora, bien vale poner en foco su regreso triunfal.

La cuestión es que, además de denunciar a los detenidos del 12 de junio con las clásicas carátulas de “desorden público” o “resistencia a la autoridad”, los imputó por otros 15 delitos, incluidos los de “sedición”, “atentado al orden constitucional”, “incitación a la violencia en contra de las instituciones”, “uso de explosivos” e “imposición de sus ideas por la fuerza”, entre otros. Además, dispuso incluir sus nombres en el “Registro Público de Personas y Entidades Vinculadas a Actos de Terrorismo”. A su vez, pidió la prisión preventiva para todos ellos, no sin ordenar su inmediato traslado a prisiones federales.

Cabe destacar que los arrestados, tanto en comisarías como en cárceles, fueron sometidos a interrogatorios que tuvieron un eje preciso: sus filiaciones ideológicas y partidarias. Notable.

La jueza federal María Servini se mostró salomónica, ya que excarceló a 16 personas. Otros 15 fueron liberados algunos días después, y el restante recién recuperó la libertad a principios de septiembre.

No es una exageración decir que, tarde o temprano, las violaciones a los Derechos Humanos no suelen resultar gratuitos a sus hacedores.

Al abordar el domingo pasado este tema, quien esto escribe deslizó que, los expedientes judiciales –como el que instruyó la jueza Servini– suelen ser un cuchillo de doble filo. Pero no por las indagatorias a los detenidos (ni por su valoración para acreditar o desmerecer los delitos que se les imputaba) sino por los testimonios del personal policial.

Los uniformados (todos con sus respectivos nombres, grados y fuerzas a las que pertenecen) desfilaron durante horas ante la magistrada y, en tren de deslizar su ajenidad a las acciones represivas más atroces, se acusaban entre sí, identificando a los autores de cada arresto, describiendo cada golpiza, además de explayarse sobre todas las órdenes que recibían de Bullrich y sus secuaces desde la Sala de Situación que centralizaba la faena. En definitiva, un relato coral que reconstruye al detalle esa coreografía del horror, aunque el objeto de dicha pesquisa no fuera su propia conducta.

Pero, desde luego, por el momento.

¿Acaso, ahora, tal momento está llegando a su fin?

Porque precisamente ese mismo expediente a empezado a convertirse en un boomerang para los represores, puesto que el fiscal federal Franco Picardi –en reemplazo de Stornelli, quien fue recusado– acaba de firmar un extenso y pormenorizado dictamen en el cual impulsa –con el visto bueno de Servini– la investigación de los abusos cometidos el 12 de junio por las fuerzas policiales que actuaron bajo las órdenes y el mando de Bullrich y del ministro porteño de Seguridad, Waldo Wolff, solicitando una batería de pruebas para añadirlas a los testimonios vertidos en su momento por los policías.

Dicho sea de paso, el contexto le es favorable, dado que coincide con dos situaciones altamente simbólicas: el encarcelamiento del ex secretario de Seguridad del gobierno de la Alianza, Enrique Mathov, y el inminente arresto de su jefe policial, Rubén Santos, al confirmar la Corte Suprema sus condenas por la represión de 2001, además del repudio del mismísimo Papa Francisco al ejercicio libertario de la violencia, resumida con una frase que ya dio la vuelta al mundo: “Gastaron en gas pimienta en lugar de justicia social”.

¿Qué dirán al respecto las “Fuerzas del Cielo”?