Venezuela se ha convertido en un punto geopolítico clave para la estrategia de organización neocolonial que intenta implementar Estados Unidos. Los peones locales y los alfiles regionales se despliegan sin respetar ninguna regla. Los conceptos «democracia», «libertad», «voluntad popular» y «derechos humanos» se ven bastardeados. La información fidedigna desaparece. El derecho internacional es ignorado. Las Cancillerías regionales se transforman en simples escribanías que certifican y reproducen los documentos pensados (y probablemente redactados) por el Departamento de Estado norteamericano. La mentira y la injerencia se vuelven moneda corriente. Todas las armas puestas al servicio de un país sediento de petróleo que busca borrar hasta el más mínimo vestigio de soberanía y de posible recomposición del campo popular latinoamericano y caribeño.
El último intento de golpe de Estado en Venezuela, que tuvo como punto más alto la autojuramentación del diputado Juan Guaidó como supuesto «presidente interino» y que recibió el rápido apoyo y el reconocimiento de los gobiernos de Estados Unidos y del Grupo de Lima, es parte de un plan que –con distintas armas, pero con los mimos fines– intenta aplicarse en toda la región.
Fueron y son parte de este proyecto neocolonial fallidos golpes contra Hugo Chávez (en Venezuela, 2002), Evo Morales (en Bolivia, 2008) y Rafael Correa (en Ecuador, 2010) y los golpes que lograron tener éxito contra Manuel Zelaya (en Honduras, 2009), Fernando Lugo (en Paraguay, 2012) y Dilma Rousseff (en Brasil, 2016). También compone este plan la persecución mediática-judicial (o lawfare) contra los líderes que pueden encabezar la recomposición de las fuerzas populares, donde la derecha ya logró (por vías del voto, el golpe o la traición) tomar el control del gobierno. Son claro ejemplo de ello los casos de Luiz Inácio «Lula» da Silva, en Brasil; Rafael Correa, en Ecuador; Fernando Lugo, en Paraguay, y, por supuesto, Cristina Fernández de Kirchner, en Argentina.
Los Halcones de Washington saben que no les alcanza con tomar el control de los gobiernos y territorios de la región si no logran prolongarlo en el tiempo. Para ello deben «cortar la cabeza» de los movimientos políticos del campo popular y luego ir por las bases sociales que le dieron sustento. Sólo así lograrían desarticular toda estructura que pudiera volverles a hacer perder el control de lo que (con convicción de delirio místico) consideran su «patio trasero».
La actitud de los referentes venezolanos de la derecha al negarse a transitar los canales del diálogo y la vía democrática (la política es conflicto, pero también es diálogo), muestra que, en ese caso, la estrategia apunta a un solo camino: la ruptura del orden democrático institucional por la vía de la violencia. Erradicar todo vestigio de chavismo (piedra fundamental de los gobiernos progresistas que transitaron la primera década del siglo XXI en la región), es el principal objetivo.
Las fichas están desplegadas en todo el tablero. Es la hora de que el campo popular también haga sus movimientos. El futuro de la partida aún es incierto. «