Es diciembre de 1923. Uruguay todavía no ha conquistado las glorias de Colombes ni de Amsterdam, esas que hoy resuenan en cada tribuna del Centenario. No hay tango «Uruguayos campeones» y del otro lado del río, Argentina tampoco tocó el cielo con las manos, porque la Copa del Mundo esperará hasta 1978. Sin embargo, al puerto de Vigo llega un verdadero campeón rioplatense. Sin trofeo, pero con la guitarra y el micrófono, desembarca un joven Gardel.

Sonrisa intacta y la garganta lista para enamorar al planeta. No importa de dónde sea, si de Toulouse, Tacuarembó o la Boca, en ese momento su patria es el tango, y su meta, una gira artística que lo convertiría en leyenda. Ahora, nueve décadas después de su viaje sin retorno, Vigo se prepara para rendirle homenaje a quien supo ser un puente entre los que partieron y los que quedaron, entre la nostalgia y la milonga que nunca se apaga. Y todo gracias a dos músicos argentinos.

Uno. El Antonio Delfino no era un barco cualquiera. En sus entrañas de acero cargó esperanzas, valijas atiborradas de nostalgia y un rumor constante de despedidas. Aquel buque alemán de la línea Hamburg South American, iba y venía entre dos mundos del Atlántico, como un mensajero de ilusiones y reencuentros postergados. Y un día, entre tantos rostros curtidos por el salitre, subió a bordo Gardel.

El Zorzal criollo pisó la cubierta con su pinta de galán y ese donaire que encandilaba rumbo a su primera gran gira. Los emigrantes que llenaban la Tercera clase de esta embarcación comentaban que allí se comía casi tan bien como en la Primera, y eso ya era mucho decir en la postguerra. Y si de comer se trataba, Gardel no iba a quedarse atrás. Cuentan los memoriosos que, durante la travesía, el cantor se hizo amigo de los cocineros, quienes le preparaban suculentas viandas. Se dice que un corresponsal de El Diario Español esbozó unos versos improvisados: «He visto al joven Gardel / tragando como un lebrel. / Cuando llegaba a su mano, / mientras gozaba Razzano, / viéndolo gozar a él».

Dos. Carlos se bajó del Delfino con esa mezcla de emoción y fastidio de quien sueña con la gloria, pero primero tiene que batirse con la humedad gallega, que se le mete hasta en el alma. A su lado iba José Razzano, seguido por los guitarristas Ricardo y Barbieri, y la troupe teatral de Matilde Rivera y Enrique de Rosas. Se instalaron en el Hotel Palacio Universal, hoy de la cadena Marriott. No había redes sociales, pero la noticia corrió más rápido que un chisme en conventillo: el tanguero que cada día cantaba mejor había llegado a la ciudad.

La España que lo recibía era la de don Miguel Primo de Rivera, un general maturrango que, tres meses antes, había pegado un sablazo en la mesa y se quedó con el país como quien se apropia de la última copa en un bar a punto de cerrar. Pero España no era precisamente una fiesta. Más bien, un caserón desvencijado, con la luz cortada y olor a rancio. Un país de caminos embarrados, donde los chicos iban a la escuela cuando podían y la modernidad era un rumor que traían los que se iban a hacer la América.

Y si España era eso, Galicia era su rincón más lluvioso, un paisaje de piedra y silencio, donde los campesinos miraban el mar como quien espía un destino que nunca termina de llegar.

Gardel, curtido en la noche porteña, debió ver en aquél país niebla y adoquines mojados. Eso sí, los diarios de la zona aseguran que quedó “encantado” con su visita a Vigo. Y cómo no iba a estarlo, si en esa España, el periodista que “opinaba” lo contrario tenía más chances de conocer el cuartel de la Guardia Civil que la playa de Samil, orgullo de la zona.

Tres. En 1990, en Vigo, alguien decidió que Gardel merecía un monumento. La idea era rendirle homenaje con un busto en el barrio de Teis, una de esas zonas donde el mar parece susurrar secretos a la ciudad. El escultor Raúl Comesaña fue el elegido para el trabajo. Y, para darle formalidad al asunto, invitaron al alcalde y al cónsul argentino a la inauguración. La ceremonia avanzó entre discursos pausados y copas de Albariño que tintineaban con la cadencia de una celebración contenida, como si el aire mismo conspirara para que todo saliera según lo previsto. Y en apariencia, así fue. Hasta que alguna mano anónima, quizás movida por un sentido del humor dudoso o un rencor mal digerido, había decidido intervenir el busto de Gardel. Con un trazo torpe de aerosol, le había dibujado un llanto denso, oscuro, imposible de ignorar. No era tristeza lo que transmitía, sino algo más incómodo, más absurdo. Como si el mismísimo Morocho, atrapado en su pedestal de bronce, hubiese decidido burlarse del homenaje.

Ahora, un puñado de músicos argentinos que han hecho de Vigo su escenario se reúne para homenajear los 90 años de la muerte de Gardel. Al frente del proyecto están los hermanos Frans Banfield y Juan Manuel Ons, dos tipos nacidos al sur del Conurbano bonaerense y devueltos a la tierra de su padre Manuel de la Aldea de Ons hace ya dos décadas. De cuando la Argentina de Fernando de la Rúa, en su naufragio, expulsó a casi toda una generación.

“Estamos emocionados con el proyecto”, dicen al unísono, como si lo hubieran ensayado. “La ciudad y el consulado están metidos en esto, así que no podemos fallar”, agrega Frans con la firmeza de quien entiende que Gardel no es sólo un nombre, sino un mandato. Porque si hay algo que sabe cualquier artista rioplatense, es que Carlitos dejó más que tangos: legó un impulso que, 90años después, todavía empuja. «