En Argentina, la lucha contra la indiferencia se da con una pelota entre los pies. Cuando sobrevivir se vuelve un gesto técnico, la definición de meritocracia cae por su propio peso. Mientras algunos niños pueden patear los penales desde los doce pasos, otros están obligados a convertirlos desde mitad de cancha. La falta de recursos vuelve desparejo el mismo desafío. Con la marginalidad como protagonista, los potreros -reconvertidos en distintos puntos del Conurbano en uniones y clubes vecinales- representan una cuota de esperanza frente a la desigualdad, un atajo al fútbol que, a veces, creemos que se nos fue. Aunque en la actualidad pareciera que están en peligro de extinción, estos espacios todavía resisten a la sombra de los grandes centros urbanos.
En la localidad de Malvinas Argentinas, partido de Almirante Brown, al sur del Conurbano Bonaerense, se encuentra la Unión Vecinal El Ceibo que, hasta hace un año, era un potrero pura cepa. Hoy, el baldío reconvertido en una humilde cancha de cemento, recibe entre 80 y 100 niños de 5 a 14 años todas las semanas. El Ceibo fue fundado hace siete años y, desde ese momento, es financiado a pulmón. Existe un arancel voluntario de 100 pesos por persona pero lo abonan menos del 25% de los chicos. Al no ser considerado un club de barrio por cuestiones burocráticas de infraestructura, no entra en el plan de asistencia social de los que impulsa el Ministerio de Turismo y Deportes de la Nación. En efecto, mantener el predio supone hacer malabares económicos.
La gran mayoría de los que asisten gambetean la desigualdad de manera permanente. Conviven entre las adicciones, la violencia de género y abusos. «Acá -cuenta Gladys Fariña, tesorera y corazón de El Ceibo- el abandono es moneda corriente. Hay muchos pibes con problemas. Algunos vienen descalzos, otros no tienen ni el documento actualizado». Basta con mirar para chequear que lo que dice Glayds es desgraciadamente cierto. Uno de los chicos que se suma al picado, por ejemplo, vende tortillas en la esquina de la unión vecinal junto a su abuelo hasta que es hora de entrenar. «Son niños muy reservados, construyen corazas. Sabemos de sus necesidades porque también somos del barrio, pero casi no hablan», marca Gladys.
Según informó el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec), durante el último semestre de 2020 la pobreza llegó al 42 por ciento. Ese número tiene cara y es la de muchos de estos chicos. Cuando pisan y encaran, le están ganando un día más a la droga, al abandono y a la marginalidad que están a la vuelta de la esquina.
Llegan caminando, la mayoría solos. Las plateas preferenciales de la cancha son las viviendas en construcción que hay en el barrio. Entre los escombros y los materiales para la construcción, los vecinos los observan. Algunos, aún conservan la tradición de mirarlos a través de los alambrados o desde una tribuna que inauguraron hace poco. Cuando es hora de entrenar, un vecino que oficia de técnico los organiza y chequea que todos estén en óptimas condiciones para jugar. En su bolso, lleva siempre botines de repuesto, alguna pechera por si a alguien le falta y una red con pelotas. Todos lo esperan con distintas camisetas, aunque hay varios de apellido Messi y tomar lista se dificulta.
La semana pasada se viralizó una frase de Pablo Aimar en el programa de radio Todo Pasa. El ex número 10 y actual entrenador de la Sub 17 argentina explicó: “Antes, cuando jugabas en la calle, nadie te decía que no tires un caño en tu área. Esa parte salvaje hoy muchos chicos no la tienen”. Su teoría tiene sustento. Cuando el profesionalismo es un anzuelo y el repertorio no es libre, los creativos desaparecen. En el Ceibo eso no pasa.
En relación a los contratiempos que la mayoría de los pibes viven a diario, Fariña puntualiza: «Algunas madres traen a sus hijos a escondidas de sus maridos. En una ocasión, un padre se enteró y vino a pegarle a su mujer delante de todos. Hemos presenciado violencia familiar en la cancha». A raíz de estos episodios, han tenido que pedir intervención de las autoridades municipales más de una vez. «Tratamos de que tengan conducta cuando juegan al fútbol porque -dice Glayds- una vez que dejan de venir, queremos que mantengan esa conducta para la vida en general, aunque no siempre alcanza. Algunos cayeron en la droga. Pero por suerte, la mayoría, ha conseguido progresar. Nuestro objetivo es que cada vez sean más».
En una lucha incansable por garantizar los derechos de sus vecinos más pequeños, la Unión Vecinal ha conseguido que los niños comiencen a competir en una liga municipal durante los fines de semana. Fariña recalca: «Mover a los chicos en cualquier competencia, por más amateur que sea, implica un costo de entre 15 y 20 mil pesos por mes». Todo significa mucho esfuerzo, pero no tiran la toalla. «El fútbol -decía el escritor uruguayo Eduardo Galeano- es escenario de valentías y epopeyas colectivas».
El Ceibo también los educa para que aprendan a tirarle caños a los estigmas porque, cuando asisten a competir, se encuentran frente a realidades muy diversas. Fariña confiesa: «A veces, en la cancha sufren discriminación. En las ligas te dicen hasta cómo tienen que ir vestidos y ahí hay personas con más recursos. Ellos mismos dicen ‘mirá lo que tiene aquel’. Surge inevitablemente la comparación. Y lo mismo de los rivales hacia ellos. Son chicos, pero perciben la diferencia enseguida».
En 2019, la Universidad de Avellaneda junto al Observatorio Nacional de Clubes de Barrio y Afines, realizaron el primer relevamiento y mapeo de entidades deportivas barriales de Argentina. A través de este estudio, se determinó que en todo el país, existen alrededor de 20 mil y, que en ellos, trabajan alrededor de 300 mil voluntarios y dirigentes. El 30% de los que asisten tienen entre 10 y 19 años, mientras que el 21% tiene menos de 9.
Hay muchas uniones vecinales y terrenos baldíos que no catalogan para este tipo de estadísticas y quedan en un área completamente gris, como es el caso de El Ceibo. Pero, a pesar del complejo contexto que los envuelve, cuando la pelota comienza a rodar, ellos se sienten como si estuvieran jugando una final del mundo en el Maracaná: invencibles, poderosos cada vez que tocan una pelota.