Existen tantas modalidades de ser peronista como militantes peronistas haya. Una somera peronología podría arrojar infinidad de motivos para ser peronista, muchos de ellos aún no develados, siempre justificados. Este es el mío.

Nací en La Plata en 1967, pero la idea de ser argentino era más bien una abstracción fundante que una experiencia. El nomadismo como norma y necesidad. En el escritorio de la casa de Tolosa (531 y 4 bis), mi viejo tenía un busto en arcilla de Perón con la gorrita característica. “¿Por qué tenés eso?” Le pregunté desde la altura de mis ocho años. “Porque es popular” me contestó. Apenas tuve un atisbo de la vida de barrio, del delantal de la escuela pública, de la cancha de Estudiantes. Es que salimos en 1976 a las apuradas, en exilio voluntario a Ginebra, corazón de Europa. Atrás quedaban los tilos y los tiros. En esos años, desde Escocia hasta Egipto y desde Málaga a Estocolmo, no quedó país sin visitar, ciudad que caminar, museo sin visitar. Era empujado a lo que me gustaba. En los Uffizi de Florencia estuve una hora frente al “Nacimiento de Venus” de Botticelli; ya el Louvre era una costumbre. Pero el Museo del Prado es especial: es que es la casa de Goya. Estaba tan fascinado que uno de los guardias del museo me explicó las sutilezas goyescas, por ejemplo en los “Jugadores de naipes” que traspasa tiempo y espacio para que el propio espectador participe de la acción desarrollada en el cuadro.

Volvimos a la Argentina en el momento de Malvinas. La dictadura que había pretextado una “guerra antisubversiva” para nacer, después de la huelga del 30 de marzo mancillaba la Causa Malvinas sólo para sobrevivir. Hubo rock nacional en las radios y permitieron manifestaciones de “apoyo” donde muchos militantes sobrevivientes se reencontraron. Vino la rendición de Menéndez, la oportunidad perdida de echar a los militares y a los civiles del Proceso esa noche de junio. Después, la multipartidaria convocó a una marcha para el 16 de diciembre de 1982 en la Plaza. Un jueves, día de Madres, que marcharon esa tarde acompañadas como nunca lo habían estado hasta entonces. 

Aunque en familia, me solté rápido para treparme a uno de los faroles, del lado izquierdo si usted viene por Avenida de Mayo. Veía el panorama. Entonces entró la columna del peronismo. Esto es lo que ví: Goya, todo Goya, sólo Goya. Allí en las caras estaban los reyes truchos sin corona, las brujas del aquelarre, los pillos de los naipes; pude ver el marchar los que le desjarreteaban caballos a los imperiales, a riesgo y cuenta de su propia vida, como cuando un caño peronista, una volanteada, como una huelga en la resistencia; latían los fusilados del 3 de mayo, que esta vez no en las montañas del Principe Pío en 1808, sino compañeros de los fusilados de los basurales de José León Suárez en 1956. Y de tantas otras veces. Allí estaban el Saturno devorador y el sueño de la Razón (que produce monstruos, a veces como el peronismo). Y tantos duelos a garrotazos. También estaban presentes en los semblantes los desastres de la guerra así como los caprichos; las majas vestidas que pronto quizás desnudas. Tenía 15 años, la adolescencia. En esa muchedumbre peronista, ahí, de verdad, había un gigante. El único que vi en mi vida. Sólo comprendí que sin ser parte de eso, la vida no tendría sentido ni sentidos: “serás peronista o no serás nada”. Goce infinito porque compartido.

Después vendría afiliación y militancia en la Unidad Básica Eva Perón (Pueyrredón 1433). Lectura de los clásicos y charlas con Galasso. Pintadas nocturnas al ferrite y pegadas de afiches al engrudo, timbreo, apoyo escolar, cine infantil, reuniones de juventud, bombo en las marchas y campañas a veces tristes, a veces felices. Uno jamás vota dos veces al mismo peronismo. En el material de mano de la Secretaría de la Juventud había un recuadro: “Recuperar al peronismo para la liberación nacional”. Con tantos viajes y vidas vividas no me he movido de ahí. Sueño con un peronismo leal a sí mismo, como si fuera quinceañero. «

Cerca de recuperar las Malvinas

El 11 de junio de 1974, el gobierno del laborista Harold Wilson le transmite a la cancillería argentina una propuesta para negociar la devolución de las Islas Malvinas, con un plan que contemplaba en un primer paso una soberanía compartida. El que fue embajador argentino en Londres, Carlos Ortiz de Rozas, fue testigo de aquellos momentos. Según el descendiente del gobernador bonaerense cuando la ocupación británica, Perón se alegró al escuchar al canciller Alberto Vignes y reflexionó que era una forma de solucionar el problema. «Si ponemos un pie sobre las islas, no nos sacan más», dice que dijo. Pero a los pocos días murió y los británicos sacaron esa propuesta de la mesa sin llegar a concretarla. La aventura de los militares le pondría punto final abruptamente.