El discurso de Javier Milei en la apertura de sesiones del Congreso tuvo todos los ingredientes del refundacionalismo presidencial. Es decir, de cuando un gobernante le propone a la sociedad una tabula rasa con el pasado y volver a empezar. Argentina se presta a eso, porque el refundacionalismo ha sido la norma y no la excepción. Raúl Alfonsín, Carlos Menem, Néstor Kirchner y Mauricio Macri también fueron refundacionalistas. Pero el presidente Milei lleva la idea más lejos aún: su volver a empezar nos transporta hasta 1916, la fecha que él establece como el comienzo de la decadencia argentina. Y plantea una batalla decisiva con los gobernadores, en la que juega el destino de su mandato.

Su discurso ante la Asamblea Legislativa no fue un balance de gestión ni una memoria de gobierno. No habló de relaciones exteriores, ni de defensa, ni de salud, ni de trabajo, ni de justicia, ni de casi ninguna de las áreas que componen el organigrama de la administración pública. En general, los discursos del 1 de marzo son un compilado del ejecutivo, que se inicia por un alegato inicial del presidente y luego vienen los párrafos que envían los ministros, contando qué hicieron y qué piensan hacer. Esto fue muy distinto: el discurso fue todo de Milei, salvo por unos pocos aportes del Ministerio de Seguridad que comanda Patricia Bullrich.

El presidente libertario dio una vez más su diagnóstico histórico sobre los problemas estructurales argentinos, presentó su visión sobre el nudo del problema económico, que para él está en el déficit fiscal crónico, e insistió con su desafío anticasta: los enemigos de la revolución electoral del 56% deben aceptar su derrota en manos de un completo outsider y ceder. Ceder el lugar que venían ocupando, ceder sus privilegios -reales o simbólicos-, ceder parte de la torta presupuestaria, ceder el apoyo a la Ley Bases.

Visualmente, el mensaje fue reflejado por la impactante cinematografía de la cadena nacional, que comenzó con las tomas aéreas nocturnas del presidente acercándose en auto al Congreso. La clave fueron las escenas de las galerías y el recinto. Los rostros. ¿Quién es toda esa gente?, se preguntaban muchos en sus casas. ¿Dónde están Cristina, Macri, Massa, Lousteau, Larreta, los sindicalistas, los políticos que conocemos? Las cámaras capturaban a los legisladores de La Libertad Avanza que asentían y aplaudían, y a los invitados especiales que ocupaban los palcos, casi todos funcionarios o jóvenes libertarios que vivaban con entusiasmo cada frase del presidente. Todas esas caras eran nuevas, los de siempre ya no estaban. Eso es el mileísmo: el reemplazo de una dirigencia instalada por una nueva y en construcción. Y esas caras nuevas no sienten ningún apego por las normas de la política de las últimas décadas. Cuanto más puedan arrasarlas, mejor.

En ese sentido, el Pacto de Mayo que propone Milei a la casta no es un espacio de diálogo paritario. Está dispuesto a «aflojar» un poco, sí, y por eso habló de «alivio fiscal». Pero no está pensando en ir a Córdoba para escuchar reclamos económicos y demandas de atención. El presidente ya conoce la agenda, el Pacto ya está escrito. Milei vuelve a repetir el ofrecimiento que les hizo desde el día que ganó las primarias: súmense a la ola o sálganse del camino. La ola del 56% es el espíritu del cambio y las ideas de la libertad. El presidente, quien representa a esa ola que arrasa porque recibió los votos a tal efecto, les advierte a quienes se resisten que no hay ya otra opción. Y además, como dijo a los legisladores que lo escuchaban, con o sin los votos su convicción sería la misma. Y desde esa certeza los invita a dar su mejor versión. Como dijo Juan el Bautista: nido de víboras, ¿quién les enseñó a escapar de la ira de Dios que se acerca? Produzcan los frutos de una sincera conversión.

En general, los diez puntos del Pacto de Mayo que propuso en su alocución al Congreso son asuntos que ya se han debatido en la Argentina de los noventa, y por eso algunos los han comparado con el decálogo del Consenso de Washington, que escribió en 1989 el economista John Williamson. Salvo uno, aún enigmático, que es el más controversial de todos: el nuevo pacto fiscal. Como decíamos en una columna anterior, una característica singular de Milei es que está realmente dispuesto a batallar con los gobernadores para ajustarlos presupuestariamente, y llevarlos a discutir el régimen de coparticipación. Todos sus predecesores, desde Raúl Alfonsín hasta Alberto Fernández, entendieron a la relación entre la Nación y las provincias como un espacio de rosca sin fin; Milei, en cambio, cree que puede imponer un nuevo modelo. Esto es algo muy distinto a todo lo anterior.

La presión que ejerce el presidente puede mostrar a fondo las contradicciones del llamado «federalismo argentino», que en realidad no es tal. Por ejemplo, que una de sus numerosas trampas es que supone un acuerdo unánime, a pesar de que la mayoría de las provincias tienen posiciones distintas al respecto. ¿Qué ocurría, por ejemplo, si Milei propone que las provincias recauden sus propios impuestos y «coparticipen» al Estado nacional? Probablemente las más grandes y que más aportan al fisco -Córdoba, Santa Fe, Mendoza- quieran que les dejen recaudar, porque les conviene, y tal vez ahora se sumen también las patagónicas, que pasaron al frente con su producción de energía y minería. Pero la mayoría de las provincias no va a querer saber nada de eso. Se quebraría así el frente de «los gobernadores» y las provincias comenzarían a discutir entre sí, y también con la Nación. Se caería el discurso trucho de «porteños versus provincianos», y se pondría de manifiesto que el «federalismo» argentino es una olla a presión tapada artificialmente desde hace al menos 30 años. Y veremos cosas insólitas en el proceso. «