En un sentido casi inverso al de Dylan Thomas, quien sostenía eufórico que las palabras le arrojaban colores, desde una temprana edad, fueron las imágenes (una simple mancha en la pared o una reproducción enfrentada ad infinitum de dos simples espejos) las que enviaban al reconocido artista visual Luis Felipe “Yuyo” Noé al mundo de las palabras, esos signos que suelen colmarse a sí mismos.
En El ojo que escribe, su último libro publicado a través de la editorial Ampersand, pasa revista por su historia personal como artista y teórico, obsesionado, como supo estarlo siempre, por esa forma informe en permanente devenir que denominó, desde los años sesenta, el caos.
A decir verdad, El ojo que escribe es menos un texto de las lecturas que moldearon la vida de un lector –un recorrido por la experiencia lectora de Noé– que una suerte de –si es que estos rótulos sirven de algo– autobiografía intelectual.
Contrarrestando opiniones acerca de la supuesta torpeza de Cézanne a la hora de escribir sobre su obra –refunfuños proferidos, en principio, por el poeta alemán R. M. Rilke– Noé escribe, fundamentalmente, para exhibir el reverso opuesto de aquella –aparente– incapacidad: demostrar, con la transparencia de una prosa segura de sí misma que sabe, y muy bien, como “teorizar” sobre su proceso creativo.
Claro que El ojo que escribe retoma escenas inaugurales en la vida del pintor. En principio, la influencia del padre, Julio, a quien está dedicado el libro; hombre recto, reconocido antologista y lector voraz que llegó a comprar cinco libros diarios durante un tiempo considerable.
Por otro lado, el trabajo de Yuyo como joven periodista y crítico de arte, y la exposición (la primera, de hecho) en la que, gracias al espaldarazo de un maestro temprano, Horacio Butler, se halló, un 5 de octubre de 1959, con su destino de artista.
El ojo que escribe y un acercamiento al mundo del caos
Más allá de estos biografemas, Noé repasa su producción literaria-ensayística y siguiendo la estela de, entre otros, Nietzsche, propone un acercamiento a la noción de caos.
En cierto sentido, asegura, la tan mentada “voluntad de poder” profesada por el filósofo alemán no supone un poder o un aplastamiento sobre el otro, sino, por el contrario, la facultad –la potencia– de asumir el caos que es constitutivo de cada uno de nosotros.
“No hay ninguna cosa que exista de una vez y para siempre que no esté en permanente devenir” –escribe el autor en la introducción–. “Y lo digo motivado por el núcleo fundamental que ha movilizado mi visión del mundo y del Gran Todo que nos desafía, o sea, del caos que constituimos los seres humanos desde que existimos y que continuamente enfrentamos de manera individual para poder estructurarnos a nosotros mismos”.
Lector precoz, Noé comenzó la aventura lectora por influencia familiar y, sobre todo, paterna. La isla del tesoro, de Stevenson, y El libro de la selva, de Kipling, fueron algunas de sus lecturas infantiles de cabecera. Pero fue particularmente a través de las imágenes y las pinturas que, sumido en el turbulento ambiente de su infancia (la Guerra Civil Española, el fin de la Segunda Guerra Mundial, las bombas nucleares, el advenimiento del peronismo), pudo “hallar consuelo dentro de lo tormentoso”. A los trece, también escribe.
El niño Yuyo dibuja caricaturas y, a su vez, escribe “libros” reducidos a un título, a unas breves líneas. A esa edad, joven aunque no inocente, redacta un texto de atendible argumentación en defensa de Picasso.
El ojo que escribe descansa sobre la capacidad del pintor para pensar su arte y las aristas del proceso creativo. Con una cuantiosa bibliografía ensayística y filosófica detrás, Noé hace gala de una vida subsumida por el arte, dejando en claro que la pintura supone, en sí misma, una forma de lectura.
Animarse a interpretar –a leer– el sentido latente que los colores le arrojaron desde joven (un sentido tan ubicuo como oculto) probablemente sea el modo más civilizado de afrontar el tan mentado caos, que atenta, persistentemente, contra toda pretendida unidad, contra toda coherencia cristalina. El mismo que postula el irresoluble yo es otro rimbaudiano y que, con prepotencia de trabajo –y de talento– hay que atreverse a asumir.