En la conferencia que brindó en la Universidad Nacional del Oeste, Cristina Fernández volvió sobre un tema constitutivo de la sociedad argentina y, en rigor, de la condición humana. Habló sobre algo muy antiguo: el odio al diferente. Dijo que en distintos lugares del mundo esa pulsión encuentra diferentes canales para fluir.

Es cierto. En Estados Unidos, por ejemplo, el principal vehículo del odio es el racismo. El rechazo a los afroamericanos y también a los latinos. En Europa ocurre algo similar con foco los migrantes que vienen de los países de África del Norte y las excolonias. Por eso uno de los núcleos del discurso de extrema derecha es contra los migrantes.

En el caso argentino, lo dijo la propia CFK, la pulsión se canaliza a través del odio político. Nuestro holocausto, que fue la última dictadura cívico-militar, tuvo como vector fundamental el desprecio por los “zurdos” y los peronistas. El secuestro de los bebes que nacían en los campos de concentración se justificaba moralmente con el argumento de que serían educados con otros valores, serían rescatados de las ideas de sus padres.

El antiperonismo lleva casi 80 años soñando con la desaparición del diferente. Toda la construcción argumental, que el presidente Javier Milei simplemente repite de un modo más exuberante, sostiene que la Argentina perdió su destino con el surgimiento del peronismo. Milei lo lleva un poco más atrás y termina incluyendo al radicalismo de Hipólito Yrigoyen.

Ahí, según el cuento de hadas inventado por la derecha, el país perdió su rumbo. La tierra de la prosperidad, de la que emanaba la leche y la miel en cada rincón, se extravió. Se sumergió en los pantanos del “populismo” y comenzó su marcada decadencia que llegó hasta el día de hoy. En el medio se tragan casi un siglo de Historia en la que hubo momentos de esplendor y otros de horror, justamente cuando el odio político se volvió el eje ordenador de una política pública, como el terrorismo de Estado.

Milei es una expresión brutal, descarnada, de ese discurso. Hasta ahora, sin embargo, ha tenido menos vocación autoritaria que Mauricio Macri. El fundador del PRO sabía construir una imagen políticamente correcta, sonreía, hablaba de consenso, y por lo bajo armaba causas contra todos sus adversarios para meterlos en la cárcel.

El tema con Milei es que estimula el odio entre los argentinos. Y además le ha dado rienda suelta a Patricia Bullrich para que apalee jubilados y niños. El respeto por el derecho a la protesta está cercenado por adalides de la libertad.

Surge un interrogante: ¿cuánto del odio antiperonista que se respira en los medios de comunicación dominantes y las redes sociales se percibe en la calle? ¿Hasta qué punto los argentinos no pueden convivir por sus diferencias políticas? Hay sectores, sin duda, de la clase media alta para arriba, donde el odio a muerte-la palabra muerte en este caso no es utilizada de modo metafórico-es un tatuaje indeleble.

Milei sacó en el balotaje el 55% de los votos y en esa masa electoral hay mucho voto popular. Es cierto que perdió en territorio bonaerense, pero fue por un punto. Y ganó en casi todo el resto de las provincias. Esos jóvenes decepcionados con la dirigencia política por ocho años de alta inflación y por la imposibilidad de tener perspectivas, ¿se identifican realmente con el discurso rancio del antiperonismo que repite lo mismo hace décadas?

El discurso contra la casta era otra cosa. Era rebelde. Sonaba casi revolucionario, una rebelión popular para descabezar a una minoría opresora, los políticos. Milei supo construir ese mensaje y mezclarlo con el discurso antiguo y desgastado de la derecha local. ¿Y ahora qué pasa?, dirían Los Violadores. La rebeldía se diluye cada día más. Se trata de una gestión de un conservadurismo extremo, que le pega a la gente en la calle, que sólo gobierna para las empresas privadas de servicios y el sector financiero.

El discurso de Milei es peligroso. Fomenta el odio. El presidente no va a cambiar, así que sólo queda confiar, como dijo CFK, en el pueblo argentino para que encuentre la salida al laberinto en el que se metió. «