Al final, Trump volvió a ser el primero en pestañear. Apenas comenzó la semana, puso en pausa por 90 días el bullying arancelario contra todo el mundo y dejó en pie nada más (y nada menos) que el arancel de 145% para todos los bienes originados en China. Sin embargo, no hace falta ser Heráclito para saber que ni EE UU ni el mundo van a volver a bañarse en las mismas aguas en las que se bañaban antes del Liberation Day. Que el daño ya fue hecho lo evidencia, sobre todo, el comportamiento de los bonos del Tesoro estadounidense que, por primera vez desde el fin de la Segunda Guerra Mundial no fueron el refugio buscado por la manada inversora ante la incertidumbre. La depreciación de los papeles de esa gigantesca deuda no es un fallo, sino una característica de esta crisis con desencadenante preeminentemente político.
Tanto el paso adelante como el paso atrás de Trump fueron un nuevo síntoma de un ejercicio de poder unipersonal. Todo el aparato gubernamental quedó en evidencia no como el comité de negocios de la burguesía, sino como una colección de cortesanos dispuestos a todo para no perder el favor del rey. Desprovisto de planes de contingencia, el elenco gubernamental se limita a acompañar la embestida y la retirada, a seguir el vaivén sin poder ni querer ofrecer un juicio sobre la política ni sobre las consecuencias de la misma.
Trump atribuyó en su red Truth Social al miedo “de la gente” el temor con el que él (y sólo él) reaccionó frente a la tímida retirada de confianza del mercado global. ¿Es posible que este retroceso instintivo, que fue una reiteración grotesca del bluff de los aranceles contra Canadá y México, conlleve un aprendizaje? En principio, habría que dudarlo. La génesis misma de la infatuación trumpista con los aranceles es elocuente en su secuencia: primero el presidente se convenció de poner barreras a las importaciones y luego buscó un economista que estuviera dispuesto a darle una pátina de verosimilitud a la idea. Que el elegido, Peter Navarro, apoyara sus conceptos en el economista ficticio Ron Vara no fue suficiente para que nadie en el entorno de Trump tratara de disuadirlo de la idea que está rompiendo el mundo.
Por cierto, esta idea disparatada no se impone por la mera voluntad de un hombre. La idea de una primacía omnipotente de los EE UU hunde sus raíces en el pensamiento y la acción de los neoconservadores del gobierno de George W. Bush. Esto es así aunque muchos de ellos se rehúsen a reconocerse en las acciones del trumpismo recargado. Que aquel pensamiento fuera más sofisticado y su implementación resultara de mecanismos menos personalistas no obsta que desde la invasión “preventiva” de Irak el establishment republicano abrazó la idea de un mundo que los fuertes pueden moldear a voluntad. Los modos de Trump ofenden a muchos de esos neoconservadores porque no están dispuestos a asumir las consecuencias de algo que ellos mismos pusieron en marcha.
El sociólogo Martín Plot señalaba en 2017: «El horizonte de una crítica racista y xenófoba de la democracia liberal se fue gestando por décadas en el Partido Republicano”. Esto que obviamente vale para la política doméstica, no puede sino trasladarse a la política exterior, llevando a un ejercicio excluyente de la primacía. Las guerras que EE UU inició desde 2001 mostraron la paradoja de que esa primacía vence y no logra convencer. Los aranceles intermitentes llevan esa paradoja un paso más allá: puede no vencer y tampoco trata de convencer. «