Hasta la llegada de Néstor, tuve que hacerme a la idea de que eso de «La política es el arte de lo posible» era una verdad absoluta y que pocos cambios se podían soñar dentro de esa realidad. De esta manera fui peronista como un «acto de fe» tragándome los sapos necesarios para sostener lo que creía como la mejor opción dentro de la pobreza del panorama. Néstor llegó un día del sur, así, «como de queruza», inesperadamente, para patear el tablero y decirnos, al pueblo, a las madres, a las abuelas, a nosotros los jóvenes, que había llegado uno de nosotros. Llegaba a la Rosada un militante, un intacto joven militante de los ’70, lleno de ganas, de fuerza, de pasiones intactas compartidas con los que se fueron en la lucha, de dolores a sanar.
«No voy a dejar mis sueños en la puerta…», nos dijo e inmediatamente nos convocó a realizarlos. Con él la política fue en la acción lo que siempre defendí como idea: «La lucha por la felicidad del pueblo», y eso es lo que debe ser la política para un peronista. Néstor fue el mejor peronista que yo vi en el poder. De repente lo utópico empezaba a ser posible. Era además tan joven, casi niño, alegre, jodón, tierno hasta no poder más con esas madres que abrazándolo también realizaban el sueño loco de volver a abrazar uno de sus hijos. «