Hace 12 años, el entonces secretario general de la Unasur, Néstor Kirchner, viajó a Bogotá y Caracas con el objetivo de evitar una confrontación militar entre Colombia y Venezuela. El 7 de agosto de 2010 asumiría el cargo de presidente Juan Manuel Santos pero el impulsor de su candidatura, el líder de la derecha más acérrima de su país, Álvaro Uribe, pretendía dejarle un regalo envenenado a su sucesor antes de poner fin a sus dos mandatos consecutivos. Y no tuvo mejor idea que, días antes del recambio, provocar tensiones con su vecino, el presidente bolivariano Hugo Chávez.
La excusa fue que el gobierno chavista había tolerado la instalación de campamentos de las FARC en territorio venezolano. Chávez desmintió la denuncia presentada en la OEA pero sabedor de que la estrategia uribista -un aliado sin fisuras de cuanta postura belicista viene de Washington- consistía en atacar el modelo instaurado por el presidente venezolano, ordenó movilizar 20 mil tropas hacia la frontera común, de unos 2200 kilómetros.
Kirchner, un decidido impulsor de Unión de Naciones Suramericanas, aquel organismo regional desarticulado por los gobiernos conservadores regionales que llegaron al poder desde 2015, luchó a brazo partido para que Santos y Chávez no entraran en el juego de Uribe.
Fueron días de febriles negociaciones de las que también participaron los todavía presidentes Lula da Silva y Rafael Correa, que era a la sazón titular pro-témpore de la Unasur. Hubo múltiples llamados telefónicos y reuniones, dicen por ahí que incluso aprietes del exmandatario argentino. El caso es que Kirchner logró que firmaran el Acuerdo de Santa Marta para iniciar una era de amistosas relaciones entre jefes de estado de dos pueblos históricamente hermanados y sin la menor intención de enfrentarse. Desde ese día y hasta su muerte, Chávez nombraba a Santos como su “nuevo mejor amigo”.
Unas semanas después de este triunfo diplomático, el 30 de septiembre, Kirchner se pondría al hombro la defensa del gobierno constitucional de Correa, acosado por un golpe iniciado con un levantamiento policial. El 27 de octubre, Kirchner moriría en El Calafate de un paro cardiorrespiratorio. Venía mal del corazón y quién sabe si esta escalada de amenazas a la paz y la democracia en esta parte del mundo no fueron determinantes para acelerar ese cuadro.
Santos, mientras tanto, se recostó en Chávez y el gobierno cubano para apurar una mesa de diálogo con la guerrilla colombiana y así poner fin a casi medio siglo de violencia y militarización en su país. El uribismo pudo en setiembre de 2016 torcer la voluntad pacifista por un ajustado margen en un referéndum para la aprobación de los acuerdos de La Habana, trabajosamente construidos desde 2012.
No solo eso, su acólito más “confiable” para ese proyecto conservador, Iván Duque, llegó al Palacio de Nariño hace cuatro años y desde allí vino bloqueando la puesta en marcha de ese acuerdo. Poco le faltó para desatar una invasión a Venezuela el 23 de febrero de 2019, azuzado por Elliott Abrams, experto en golpes antidemocráticos de la Casa Blanca, y los gobiernos derechistas de la hora, enemigos declarados del chavismo.
Este domingo, un hombre surgido desde las filas de otro grupo guerrillero que se plegó a la paz décadas antes, el M-19, se calzará la banda presidencial en Colombia. Con el compromiso, entre otros, de concretar lo que aún falta de los acuerdos con las FARC, abrir el diálogo con la otra fuerza rebelde, el ELN, y llevar definitivamente la paz a esa atribulada nación. Una aspiración que comenzó, en gran medida, con Néstor Kirchner hace 12 años.