El nuevo capítulo de la crisis venezolana no resiste análisis lineales. Entran en tensión distintos aspectos que en el imaginario nacional-popular suelen pensarse siempre como complementarios y que a veces son contradictorios.

Uno de estos aspectos es la idea de que la ampliación de los márgenes de soberanía siempre desemboca en una mejora de la situación de los sectores populares. Ningún país del planeta es absolutamente soberano, pero ese margen es todavía menor cuando se trata de los países periféricos.

Un ejemplo muy urticante sobre esto, porque está en el otro extremo ideológico de la revolución bolivariana, es Ucrania. El gobierno fascista que se instaló en el 2014 se recostó en el nacionalismo antiruso y embarcó a su país en una catástrofe. Si se lo mira desde afuera, Volodímir Zelensky es un peón de la estrategia de Estados Unidos y la OTAN, que pretendían incrustarle un conflicto a Rusia. Desde la perspectiva de la sociedad ucraniana es diferente. El argumento más usado por la OTAN es que Ucrania tiene derecho a decidir de manera soberana si quiere ser parte de la Unión Europea y poner una base militar en su territorio, a pocos kilómetros de Moscú. Es una gran mentira. Aunque suene antipático, ningún país que vive al lado de una las potencias militares más grandes de la historia de la humanidad tiene libertad para decidir eso. Para los países periféricos, la soberanía tiene márgenes. No es un valor absoluto. Si se la lleva al extremo, puede ocurrir lo de Ucrania: el territorio despedazado, millones de refugiados, cientos de miles de muertos.

Aquí aparece entonces la pregunta: ¿acaso Venezuela desafió tanto a la potencia hegemónica de la región que terminó desatando un bloqueo salvaje que castiga a su población y provocó la diáspora de millones de venezolanos? ¿Se “pasaron de rosca” con la soberanía y terminaron provocando una situación antipopular? El chavismo jamás planteó colocar una base rusa ni China en su territorio. Desde el año 2022, por ejemplo, que la empresa norteamericana Chevrón –la que está en Vaca Muerta– volvió a trabajar en el país caribeño. 

El repaso sobre los últimos diez años del proceso venezolano, marcados por el bloqueo de Estados Unidos y el giro autoritario del chavismo, ambas cosas ocurrieron a la vez, es complejo. Pensar que EE UU aplica el bloqueo para defender la democracia es un cuento de hadas para algunos de los periodistas de La Nación+ que son voceros de la embajada. El país que apoyó todos los golpes de estado en América Latina, incluido el último, ocurrido en Bolivia en noviembre de 2019, tiene otras motivaciones.

Así como la soberanía tiene márgenes para los países periféricos, porque puede tener un efecto adverso al buscado, la democracia también. Un país bloqueado económicamente sufre un nivel de injerencia tan enorme que se vuelve muy difícil ejercer la democracia. A esto se suma un tema clave: el sector dominante de la oposición al chavismo siempre ha planteado una salida extrema. Lo hizo desde un inicio con el golpe de Estado fallido del 2002. Desde entonces, el nivel de beligerancia no ha retrocedido, excepto por etapas. Nadie acepta perder el poder si la consecuencia es terminar frente a un pelotón de fusilamiento. La democracia tampoco puede coexistir bajo esa amenaza. Y es lo que este sector de la oposición en Venezuela ha sugerido siempre.

Todo esto no quita la contradicción en la que se sumergió el chavismo luego de la muerte de su fundador, que había iniciado un proceso de transformación profundo. Un gobierno que se dice popular y maneja de modo opaco los resultados electorales y pone en duda que la mayoría del pueblo realmente lo esté respaldando; que antes había proscripto a la principal adversaria y limitó la capacidad de voto de los ciudadanos que viven afuera de Venezuela, que son millones; más los presos políticos que por etapas abundan. Es una situación de complejidad extrema. No tolera lecturas lineales. Y la salida del laberinto sigue pareciendo lejana.