Si la semana que termina tuviese que definirse con una palabra ésta sería “hartazgo”. Los dañados por las políticas de Javier Milei y su séquito de ministros ejecutores empiezan a marcar el límite: los conflictos en los hospitales y en las universidades, las marchas de los miércoles de los jubilados, la resistencia de los estatales que cada día se van a dormir sin saber a quién le tocará la próxima acusación de trabajar para supuestas “cajas” de la casta, marcan que a estos actores ya no les alcanza con expresar sus reclamos en las redes sociales o trazar diagnósticos en los móviles en vivo de la TV. Ahora pasaron a la acción, ni siquiera a la resistencia, a la acción.
Entonces comenzaron las tomas de las facultades, el repudio en las calles a los diputados que votaron a favor del veto mileista al presupuesto universitario, las silbatinas contra el presidente y sus principales referentes en lugares públicos, la reorganización del peronismo…y también la respuesta más agresiva a la provocación de los influencers de la derecha que van a las movilizaciones camuflando una operación de provocación detrás de una “inocente” cobertura periodística.
Se discutió bastante en los medios si los piedrazos y la corrida de la que fue objeto Fran Fijap constituían hechos de violencia “en banda” contra una sola persona, se habló menos de la intencionalidad del agredido al asistir a una movilización previsiblemente candente por lo que implicaba ratificar a mano alzada en el Congreso el desfinanciamiento educativo, y se dijo casi nada de los “protectores” que lo salvaron de un escarnio público mucho más grave.
Es posible que, a la hora del análisis de situaciones como la del miércoles, no deseadas, no celebradas ni alentadas desde los sectores que históricamente defendieron sus derechos en las calles (muchas veces recibiendo balas de goma y de las otras, bastonazos y detenciones), se omita el rol clave que cumple la voz presidencial, el Estado, en la creación del caldo de cultivo para la violencia.
En septiembre, la consultora Zuban Córdoba midió la percepción sobre el clima de violencia política en el país y reveló que el 65,7 por ciento cree que el odio y la intolerancia están en aumento desde que está Milei en el gobierno. Lo llamativo es que el 44,1 por ciento de los votantes del libertario está de acuerdo con esa frase. Y, obviamente, el 87,7 por ciento de los votantes de Sergio Massa la ratifica.
Entonces, está claro quién habilita el regreso de la violencia en la Argentina.
La estigmatización, la acusación, la instalación de datos falsos, la provocación no ya de sus granjas de trolls sino alimentada por el propio presidente y viralizada por sus grupos de tarea virtuales son violencia. El ajuste demencial contra los sectores medios y bajos y, como contrapartida, el blanqueo y el perdón impositivo de los más poderosos, son violencia. El despido, el gas pimienta en niños y adultos mayores, las detenciones arbitrarias, la militarización de la calle, son violencia. La reproducción de fake news, el insulto a los diputados y gobernadores opositores, el concepto “zurdo empobrecedor” a todo aquel que ponga en cuestión su construcción retórica, son violencia. El crecimiento de la pobreza y la indigencia son disparos al corazón de un país. Estos fueron meses de ataques escalonados contra cada vez más sectores de la sociedad. Pero también fueron meses de lenta construcción de un activismo que hoy vuelve a poner en el centro a las juventudes, a los estudiantes marcando el fin de la tolerancia. No se le puede pedir a las víctimas del odio eterna cordura y control. Hay que pedírselo al Estado, al presidente, si no queremos terminar como empezamos, hace ya 48 años.