Después del verano, a principios de 1983, Guillermo hizo un llamado para conseguir una entrevista con Carlos Bilardo, quien hacía muy poco había tomado la conducción de la selección argentina. Nosotros queremos hacer un partido con ustedes, dijo. Alérgico a cualquier “no” que le dieran, volvió cuantas veces fueron necesarias, con la misma insistencia y empecinamiento, sabiendo que lo que estaban haciendo en Madariaga y los partidos contra River e Independiente le daban letra para convencer a quien fuera, incluso si se trataba de la cúspide del fútbol nacional, de que jugar con este equipo amateur y de amigos valía la pena. Los jugadores no participaban en ninguna de estas negociaciones. Quizás escuchaban algún rumor —“¿Vieron lo que está haciendo Guillermo?” “Escuché que Guillermo está taladrando en la AFA para que juguemos con la selección” “¿Alguien sabe qué está organizando?”— pero se encontraban frente a estos partidos cuando ya eran una realidad, como a quien le hacen un truco de magia en la cara y no sabe de dónde salió el artificio.
Cuando se enteraron de que tenían de nuevo una cita en River, esta vez contra la selección argentina, no hubo mucho tiempo para mentalizarse. A algunos les llegó la noticia un día antes, a otros recién ese mismo día, el viernes 22 de abril. La cadena telefónica podía tener sus retrasos. A Rómulo lo engancharon en su casa y, después de colgar, miró el yeso que tenía en la pierna derecha y en un ataque de desesperación, se metió en la bañadera con agua caliente para ver si podía aflojarlo y sacárselo. Se dio cuenta, en medio del enchastre, de que no lo había pensado bien. Con un cuchillo Tramontina a todo vapor logró sacarlo. Aunque no estaba recuperado del esguince en el tobillo, quería estar disponible para entrar al menos unos minutos, con la pierna débil y todo. Tapón, por su parte, tuvo que gestionar la ausencia en el trabajo. Ensayó un par de veces el pedido en su cabeza antes de tocarle la puerta a su jefe. Con cierta timidez pero confiado en que no habría problema, le explicó la situación. ¡No lo puedo creer! ¿Puedo ir con mis hijos?, dijo el director del estudio contable. Nacho Lotti se había llevado un bolso con ropa ese día al trabajo porque, aunque aún no estaba confirmado, la noche anterior había recibido el dato de que quizás jugaban contra la selección. A eso de las tres, se subió a un taxi de saco y corbata y pidió que lo llevaran a Núñez. A Dano el aviso también le llegó mientras estaba trabajando, pero con mucho menos margen de tiempo. Su hermana más grande, María, llamó al San Juan y pidió que le pasaran con él, que tenía que decirle algo urgente. Unos minutos después, estaba sentada en su auto en la esquina del colegio esperando a Dano, que salió corriendo con lo puesto y se subió.
Selección 1-Amigos 0
Laucha se escapó de la facultad tan apurado para llegar puntual que no tuvo ni tiempo de ponerse nervioso, pero cuando entró al Monumental empezó a caer en la cuenta de lo que estaban por vivir. El partido era una práctica para los de la Selección, pero para los de Independiente de Madariaga era el partido de sus vidas. Cuando Laucha volteó por el aire a Jorge “Chancha” Rinaldi, Bilardo paró y les dijo: «Muchachos, así no, esto es un entrenamiento». Aunque lo que siguió fue un juego algo interrumpido porque la tónica era la preparación del plantel nacional, y Bilardo frenaba cada tanto para dar indicaciones, como les había pasado el año anterior contra River, los albirrojos dejaron todo y lo hicieron muy bien. Giusti metió el único gol.
—Che, nada mal, eh. Obvio que no quiero creerme mil, pero la diferencia tampoco fue abismal —le dijo Rómulo a Chomba mientras caminaban al centro de la cancha para saludar a los jugadores. Entraron a reírse los dos porque no podían asimilar lo que les estaba pasando.
—Ahora necesitamos la foto, ¿quién nos va a creer si no? —dijo Chomba. Hicieron una grupal y también otras individuales. La mayoría eran jugadores de Estudiantes de la Plata y de Independiente de Avellaneda. Increíblemente, con los del Rojo —Clausen, Trossero, Burruchaga, Giusti, Marangoni— esta era la segunda vez que se veían, pero el resto eran tipos a los que seguían por televisión. Esto es un flash, pensaban. Un poco más tarde, cuando entraron a la confitería del estadio y se reencontraron con todos, sentados en una mesa tomando algo, pudieron cruzar algunas palabras más. Fillol fue quien llevó adelante la conversación, preguntándoles acerca del equipo y del Regional del año anterior. ¿Se vinieron desde Madariaga especialmente para jugar con nosotros?, preguntó. Hubo que explicarle que, en realidad, ellos eran de Buenos Aires, muchos de San Isidro y otros del centro, muy cerca de donde estaban.
—¿Qué? ¿Me están diciendo que se van todos los fines de semana hasta allá para jugar? O sea, ¿no son madariaguenses? —preguntó Fillol, que se paró y se acercó a la mesa de ellos para escuchar mejor.
—Exacto, es así. Eso hicimos todo el año pasado, y ahora estamos por arrancar de nuevo —contestó Tapón.
—Pero ¿cuánto les pagan?
—No, no cobramos nada.
—¡Ey! Escuchen —gritó a los de su mesa—: estos pibes no son de Madariaga, viajan hasta allá para jugar como Independiente, ¡son de acá a la vuelta! Y encima, lo hacen gratis. ¡Están locos!