En aquella época, cuando el juego tenía tanta o más importancia que el resultado, El Gráfico era una referencia obligada. Una herramienta para entender y disfrutar del fútbol bien jugado. Los jugadores que aparecían en la tapa recibían una especie de confirmación de su calidad. Era porque lo merecían. Todavía el negocio no lograba imponer su lógica.
Mis recuerdos de pibe ligados a El Gráfico se inician con una foto de Alfredo Di Stéfano en el Bernabéu. La mirábamos como supongo que los devotos miran a sus dioses y a la cancha del Real Madrid como a un templo. Alguien llevó la revista al potrero y fue la única vez que algo que no fuera la pelota nos llamaba la atención y nos hizo demorar el comienzo del partido un rato largo.
Después me acuerdo de la secuencia fotográfica del famoso gol de Corbatta a la selección de Chile, cuando dejó a varios en el camino y no la empujaba nunca. Y del gol de Grillo a los ingleses desde un ángulo imposible que sólo el arte atorrante de los potreros concebía, para ganarles por primera vez.
Yo supe que Nazionale jugaba con galera y bastón en Lanús por El Gráfico. Un equipo, ese de Lanús, con Guidi de 5, que no salió campeón pero que entró en el recuerdo como uno de los mejores que se hayan visto en Argentina. Y nosotros, desde Bahía Blanca, aprendimos a admirarlo precisamente por El Gráfico, que por entonces era más respetuoso de los que jugaban bien que de los que ganaban de cualquier manera.
Panzeri, Borocotó, Ardizzone y muchos otros de ese nivel analizaban el juego sin concesiones para los que revoleaban la pelota porque había que ganar. Y nos fueron educando, junto con los sabihondos del barrio, en esa línea, en esa idea que nunca más abandonamos.
Entendimos con El Gráfico de esos tiempos que al fútbol hay que sentirlo y después hay que pensarlo. Es decir, sensibilidad y conocimiento. Sin esas dos cualidades era imposible conocer este juego en profundidad y menos todavía emocionarnos con un buen pase, una gambeta oportuna, un gol bien elaborado.
Algunos años más tarde asistimos con pena y desasosiego a la invasión del negocio, que todo destruye, y poco a poco fueron desapareciendo de El Gráfico los periodistas que amaban el fútbol para dejarles paso a quienes amaban el beneficio rápido.
El juego tuvo menos importancia al lado del resultado conseguido como sea. La tapa ya no era para los que la merecían por su calidad, sino para aquellos que jugaban en los equipos de mayor convocatoria, porque vendían más.
Aparecieron las objeciones al buen juego si no conseguía el triunfo final. Las falsas disyuntivas como aquella que preguntaba «Qué es mejor, ¿jugar bien o ganar?». Las preguntas insólitas tipo «¿Qué es jugar bien?», y todo aquello fue quedando en el olvido. El Gráfico pasó a ser un elemento más del despojo de nuestros bienes comunes, porque el fútbol también lo es y también nos lo robaron. Tal vez por eso, porque perdió significado, El Gráfico fue desapareciendo poco a poco hasta esfumarse como si nunca hubiera existido.
No es que todo pasado haya sido mejor. Ni mucho menos. Ocurre que este presente del fútbol que se llevó por delante nuestros sentimientos junto con El Gráfico es un permanente llamado a la nostalgia. Pero también a la rebelión del no. Todos los que seguimos disfrutando del buen fútbol no nos resignamos a esta invasión del negocio. Por eso estamos convencidos de que el futuro del fútbol está en el pasado, en eso que nos enseñaba la revista El Gráfico, y seguimos creyendo que jugar bien es tan importante y valioso como ganar.