El apellido nos introduce en la historia universal aunque no lo querramos. No hay apellido que no remita a un pueblo o a varios, a una o más tierras, y a alguna guerra o masacre. El apellido judío liga indudablemente a quien lo porta con el genocidio europeo, es un hecho. Lo nazi rehizo las resonancias de lo judío. ¿También lo ha hecho Israel?
Judith Butler escribió a propósito de la inconsistente pretensión de ese país de presentarse como un «Estado Judío». A propósito de la disputa legal por la custodia de la obra de Kafka, la filósofa hizo notar la gravedad del equívoco: hay millones de judíos que no tienen relación alguna son Israel, y hay millones de no judíos que sí forman parte de ese Estado. Con lo que la pretensión falla por los dos lados: niega la condición no israelí de tanto judío; desconoce la importancia de la constitución de población no judía -por ejemplo la del palestino israelí- en el Estado de Israel. Con todo, esta irresolución produce efectos. Mas aun cuando este Estado asume la acción de exterminio sobre un colectivo, un pueblo.
No son pocos quienes -aunque el término ha llegado a la Corte de La Haya- eluden hablar hoy de genocidio. Cuesta aceptar esa palabra a las conciencias que -como ocurrió en Europa luego de la guerra- hicieron del judío la figura de la víctima por excelencia. El judío pasó a ser el signo en torno al cual se pone en juego el grado de civilización alcanzada, el índice que mide el valor que se da al otro y por tanto el grado de humanismo de la propia cultura.
Desde el momento en que Israel perpetra matanzas masivas y ratifica su política de aniquilación de una población, queda planteada una trampa irresoluble. Trampa que destruye las multiplicidades y matices. En primer lugar, la trampa que cae sobre el pueblo palestino. Vidas entrampadas a las que se les exige una pasividad inaceptable. En segundo lugar, sobre el ciudadano israelí -judío o no-, si cree que poder vivir en un Estado seguro para su propia vida cuando la política seguida por ese Estado lleva a su propia destrucción. En tercer lugar, trampa sobre el no judío, que no puede denunciar la política de Israel sin caer por eso bajo fuerte sospecha de antisemitismo.
Solo el judío -cualquier portador de apellido de ese origen- tendría derecho a tal denuncia (siempre que no se lo considera un judío-antisemita). Y en cuarto lugar sobre el judío no israelí, que sin estar necesariamente concernido en la política de Medio Oriente -ni conocer los detalles de la compleja política que ocurre quizás muy lejos de su propio país- siente que se practica un genocidio en su nombre. ¿En qué situación se encuentra este judío no israelí cuando el Estado que -cierto que sostenido por la maquinaria científico militar financiera del occidente neoliberal que León Rozitchner identificó con la trama del genocidio Nazi- masacra en su nombre? ¿Se transforma entonces el apellido judío en un arma capaz de actuar en favor o en contra de la muerte de otros?
Es extraño pensarlo así, porque por más apellido judío que se tenga, el silencio que amordaza su grito es tan eficaz como el que amordaza el de los demás. Como ha escrito hace unos años Rita Segato también sobre quienes portan apellido de descendientes de judíos europeos aniquilados cae la inaudibilidad. Gritamos que pare el genocidio ya. Que incluso para los israelíes no habrá seguridad alguna si creen que la conseguirán masacrando. Pero el grito no produce consecuencias. El estado de excepción mediático rige para todos. Salvo por un tipo de respuesta que sí se recibe. Una seria objeción que advierte que no se puede apoyar al terrorismo.
Pero si vamos a llamar terrorismo a la violencia que responde a la violencia del ejército israelí: ¿no vamos a preguntarnos lo más evidente? Porque esa violencia en Palestina se acrecienta cada vez que Israel -junto con los Estados que lo apoyan- anula toda salida jurídica y política a un pueblo entero y cierra todas las puertas al cuestionar la legitimidad de quienes exigen el cese el genocidio, de las acciones armadas y el reestablecimiento del camino del derecho de los pueblos a vivir y a gozar de sus instituciones.
¿Se puede entrampar a un pueblo entero y luego sorprenderse por las repuestas que surgen de esa desesperación? ¿No ven los Estados Europeos y occidentales (el argentino incluido), cuya conciencia está comprometida en esta historia, que ahí donde no hay acuerdo de paz solo puede haber genocidio y guerra? ¿Y si lo ven: lo aceptan? ¿Están seguros de los supuestos beneficios de ser parte de ese camino? Elegir ese sendero compromete a la llamada civilización, nuevamente, con su propio reverso de barbarie de que hablaba Walter Benjamin. Se juega con la difusión de formas horrorosas de afirmar la vida. Y eso es simplemente inaceptable.