LOS NIÑOS SECRETOS (1) Un día cualquiera de 1955, en un pueblo de la región francesa de Bretaña, el señor y la señora Drouet leen un poema de su hija Minou, una niña de ocho años que además de escribir toca muy bien el piano y la guitarra. El poema es extraordinario, juzgan los padres, y se lo envían a la maestra de la niña, quien, a su vez, se lo envía a René Julliard, un importante editor parisino. El editor pide más poemas, y Minou escribe más poemas, y también cartas, y en muy poco tiempo arman una breve antología que Julliard saca en una tirada corta, como tanteando el camino para el éxito de ventas que vendrá al año siguiente, en el 56, con la publicación de Árbol, amigo mío.

Ante este libro, los periodistas y los poetas parisinos no tardan en hacer lo suyo: elogian, defienden y defenestran, tejen una discusión que se torna pública y buscan palabras para explicar el “caso” que acaban de inventar. La revista Elle asegura que la niña no es la verdadera autora de los poemas, sino su madre, mientras Le Figaro defiende apasionadamente la autoría (y la calidad) de Minou Drouet. Los padres responden a las acusaciones haciendo que su hija improvise poemas ante las cámaras de televisión, al tiempo que el editor Julliard, contento y vendedor, define la situación como “un pequeño caso Dreyfus”.

La discusión sigue, aceptando que la niña-poeta es auténtica, y los diarios de toda Francia, y a esta altura de casi toda Europa, se preguntan entonces de qué misterio de la naturaleza nacen los poemas, cómo puede ser que una niña sin experiencia metaforice con tanta precisión y belleza sobre asuntos tan complejos como el amor y la muerte. A todo esto, la jovencísima Minou acompaña en el piano a Paul Casals en una gira por Francia, publica otro libro, visita al Papa Pío XII, actúa en una película de Raoul André, lee en estadios ante miles de personas, y se entristece, sólo un poco, cuando el poeta Jean Cocteau sentencia: “Todos los niños de ocho años son poetas, menos Minou Drouet”. Roland Barthes también se interesa por la discusión que rodea a esta niña, y en el 57 da a conocer un texto titulado “La literatura de Minou Drouet” en el que dice, entre otras cosas, que la joven poeta “es la niña-mártir del adulto enfermo de lujo poético”:

El asunto Minou Drouet se presentó durante largo tiempo como un enigma policial: ¿es ella o no es ella? (…) Si la sociedad movilizó un aparato casi judicial para tratar de resolver un enigma “poético”, es de sospechar que no se trata simplemente del gusto por la poesía; lo que ocurre es que la imagen de una niña-poeta es, para la sociedad, sorprendente y necesaria al mismo tiempo Se trata de una imagen que es necesario legitimar lo más científicamente posible, pues ella rige el mito central del arte burgués: la irresponsabilidad (de la que el genio, el niño y el poeta no son más que figuras sublimadas).

Para terminar con la historia de Minou y pasar a la que nos concierne, podemos resumir diciendo que durante su adolescencia los lectores la olvidaron, que a los diecisiete años decidió ser enfermera, y que en la adultez publicó algunas novelas y una autobiografía que la crítica tildó de “insulsas”. Por lo que se sabe, Minou, después de enviudar en 2017, se retiró a La Guer- che-de-Bretagne, el pueblito donde pasó su infancia. Dicen que todavía toca la guitarra, que ya no escribe, y que bajo ninguna circunstancia concede entrevistas a la prensa.

 La noticia de esta niña francesa no tardó en llegar a los diarios argentinos; no sabemos qué forma adoptó la discusión, pero sí que llegó a oídos de Rodolfo Walsh hacia 1956. Lo curioso es que por esa época también le llegó, de manos de un amigo que venía del Uruguay, una carpeta con poemas. Su amigo le pidió que los leyera y le diera su opinión. “Son buenos”, se limitó a decir, a lo que su amigo respondió: “El autor tiene ocho años y escribe desde los seis. Es decir, escribe desde que escribe”. “Me gustaría conocerlo”, dijo Walsh, con calculada indiferencia:

Mi amigo fue reticente, formuló ciertas observaciones despectivas sobre el gremio periodístico en general, se guardó los papeles y cambió de conversación. Más tarde supe que los padres del niño no tenían interés de divulgar el caso. Mejor dicho, no querían que se convirtiera en un “caso”. Nadie hablaba todavía de Minou Drouet, pero la absurda polémica que aún se prolonga sobre la menuda poetisa francesa iba a darles la razón. Y yo me quedé sin artículo. (2)

Y sin ese artículo anduvo un par de años (en los que escribió y publicó la primera versión de Operación Masacre), hasta que un día de 1958, no se sabe bien por qué, los padres del niño accedieron a que los visitara en Montevideo, conociera al hijo poeta y pudiera hacer su nota para la revista Leoplán. Así que ahí va Walsh, a encontrarse con el niño, que se llama Gabriel, y que en el 58 ya tiene once años:

Entonces me he encontrado ante Gabriel Peluffo Linari, el chico uruguayo que escribe poesía. Sus padres me mandan decir que no me presente como periodista. No desean inquietarlo. Con gran delicadeza preservan el ambiente de normalidad en que se desenvuelve la existencia del niño.(3)

Se encuentran, sí, pero Gabriel Peluffo Linari apenas dice palabra. En toda la nota, que se titula “Un niño secreto que no se dirá”, casi no hay testimonios del niño. Walsh, entonces, cita poemas de Gabriel, conversa con sus padres, se hace preguntas sobre la poesía. Pero del chico solo obtiene silencio:

Gabriel sonríe cuando le preguntan. Pero no suelta su secreto. Por esa época, un ilustre poeta uruguayo, Fernando Pereda, que es amigo de la casa, le pregunta por qué escribe, qué lo impulsa, qué es la poesía para él. El chico se queda turbado. No responde. Quizá nunca ha pensado en eso.(4)

Walsh cita y cita los poemas, los analiza, los contextualiza, traza líneas temáticas. Parece valorarlos independientemente de la edad del autor. Y la nota entonces se le va llenando de versos, y el lector lee, por ejemplo, algo que escribió Gabriel cuando tenía ocho años y vivía en un pueblo llamado Colonia Valdense:

—Querido… Querido… —¿Qué quieres paloma, tú, qué me quieres contestar? Si tú no sabes hablar

no te entenderé.

Y la paloma sigue:

—Querido, querido…

En toda la obra periodística de Walsh este es el único texto en el que un poeta es la figura central. Y el poeta tiene once años. Y apenas dice palabra. Y la nota se termina:

El canto de Gabriel ha crecido. Nuevas honduras le aguardan todavía. No queremos decirle que la condición de poeta es de las más duras, de las más olvidadas e incomprendidas, pero también de las más luminosas que hay entre los hombres. Él lo sabe (…) Nada sabemos de su voz futura. No queremos hacer profecías y con todo cuidado nos abstenemos de pronunciar la palabra prodigio. Lo mejor que podemos hacer es repetir con él: “Espera, niño, que trae el mensaje el aire”. (5)

Pasaron casi sesenta y cinco años de la publicación de esta nota en Leoplán. Aunque está incluida en el volumen que reúne la obra periodística de Walsh (6) hoy es poco recordada por biógrafos y críticos. Tal vez se deba a su extrañeza, al tono simple, acaso gris, con el que aborda, conscientemente, el hondo misterio del poema: “Como no deseo crear un misterio superficial donde quizás haya otro más hondo, diré que se trata de un chico. Un chico que escribe poesía”.

Entraba, sí, en un misterio más hondo, dejándolo abierto, desde el título a la frase final. La nota está llena de poemas, de misterios, de secretos insinuados y de algo que, parece, ese niño está por decir y nunca dice. Es un texto sin las estridencias que encontramos en las definiciones de Cocteau o Barthes. Walsh parece no tener certezas con respecto a ese niño; tampoco las tiene sobre sus poemas, ni sobre el ambiente que lo rodea. Y tal vez por eso no define, no exagera, y se limita a leer. Todo lo que pasó con la menuda Minou Drouet, dice, es “absurdo”. Entonces él, ¿qué hace ahí? Y ese niño silencioso, ¿por qué se turba cuando le preguntan por qué escribe?

Una tarde de verano de 2022, con estas y otras preguntas en la cabeza, toqué una puerta del barrio La Mondiola de Montevideo. Un hombre de setenta y cinco años me franqueó el ingreso, me condujo a un jardín y me invitó a sentarme junto a una mesita redonda. Él se sentó frente a mí. Vi, al fondo, una escalera de piedra abriéndose paso entre la maleza. Sobre mí vi una glorieta de madera tomada por una enredadera. Vi también un gato blanco saltar al regazo de aquel hombre. Vi que lo acarició hasta que el gato volvió a saltar. Y después no vi más nada porque Gabriel Peluffo Linari, el niño poeta crecido, el prolífico historiador de arte, empezó a hablar, advirtiéndome que recordaba muy poco, que “capas y capas de memoria” habían caído sobre el recuerdo de su encuentro con Walsh. Sin embargo, con el correr de la charla, comprobamos que esas capas de memoria se irían desplazando hasta mostrarnos al niño secreto que, ahora sí, se dirá, y dirá, casi sin turbarse:

—En el momento en que salió la nota no me acuerdo haberla leído. Yo tenía once años. Nunca lo volví a hablar con mis padres, me cerré tanto a eso… Seguí escribiendo poesía, pero aquel aconteci miento lo clausuré. Es con la primera persona que hablo de esto. Me parecía bueno que te contara lo que pienso, cómo era la cosa.

El tema es que mi padre, profesor de Literatura y Filosofía en Colonia Valdense (yo nací y viví allá hasta los ocho años, en un ambiente aldeano, absolutamente idílico para mí) tenía vínculo con poetas. El amigo íntimo de él era Fernando Pereda, pero también llevó a Bergamín a dar charlas al liceo de Colonia Valdense, a León Felipe… En fin: esa gente estuvo en casa. Yo era un pendejo, no me acuerdo de eso, lo sé por los cuentos de familia.

Mi padre era comunista y allá en Valdense era muy liberal en sus clases: de golpe llevaba a sus alumnos al río, ese tipo de cosas. Y en verano íbamos todas las tardes lindas a pescar a Puerto Inglés, a Puerto Concordia, y también a orillas del arroyo Las Toscas. Había pesca, el agua estaba limpia, y mi viejo iba con los libros de poesía, y leíamos. Después iba a cazar y seguía leyendo yo. Es cómico, porque cuando iba a cazar (yo tenía seis, siete años), como había un barranco grande y el río ahí era profundo, él me ataba el cinturón a un árbol, de modo que yo pudiera llegar con la caña, pero no pudiera caer.

Entonces claro: Romancero Español, García Lorca, Rafael Alberti, todas esas cosas… A Rafael Alberti mi padre también lo trató… Simplemente lo que me pasó a mí es que me formé en un ambiente así, completamente ignorante de la ciudad; yo era hijo único y leía poesía, me leían también, y entonces escribía. Pero ninguna genialidad, simplemente era algo natural en una persona que está rodeada de eso, en un ambiente semirural, aldeano, en que todas las cosas parecían cobrar vida, y conversar entre sí. Cuando vine a Montevideo (yo tenía ocho años, casi nueve) hubo gente que se asombró de lo que había escrito.

Noté que mis padres estaban muy reticentes al asunto. Eso era muy notorio. Y entonces yo también estaba medio incómodo, medio en guardia con “el visitante argentino”. La casa estaba arriba y abajo había un sótano, con piso de madera, enorme, y tenía una salida a la quinta común. En ese sótano mi viejo tenía su biblioteca, lugar para escuchar música, y ahí se hacían las tertulias. Ahí fue Walsh: una noche con su mujer, y al otro día de mañana, con una fotógrafa.

El tema es que a mí me quedó mucho más recuerdo de la mujer de Walsh en ese momento, la poeta Elina Tejerina, que me regaló su libro Las manos de aire (7) que lo tengo; me lo firmó ahí. Mientras mi padre discurría de política con Walsh, yo hablaba de poesía con Elina. Me acuerdo que me resultó encantadora: me enamoré de esa mujer. Poeta y famosa maestra. Hay una escuela con su nombre en Argentina. Tengo mucho más fuerte el recuerdo de ella, porque la traté, aunque capaz que fueron diez, quince minutos, no me acuerdo; pero tengo el recuerdo de una conversación con ella que no tuve con Walsh.

Walsh me hizo alguna pregunta, probablemente, no me acuerdo mucho de eso. Lo que sí me acuerdo es que hablaban de política con mi padre, y por momentos discutían: no sé sobre qué. Mi padre era comunista, Walsh no… Era un comunista, mi padre, excepcional dentro del comunismo de acá, porque apoyaba al peronismo, y los comunistas se oponían a Perón, lo consideraban semi-fascista.

Lo cierto es que discutían de política, pero amistosamente, y yo creo que fue lo que le resultó más interesante a Walsh, seguramente más que lo que habló conmigo. Walsh ya había publicado Operación Masacre, yo lo tengo en la biblioteca, la primera edición firmada por mi padre; o sea que quizás él ya la había leído en el momento en que hablaba con Walsh. No sé: esas cosas nunca las volví a hablar… Una lástima. No recuerdo lo que hablaron, obviamente; seguro que nunca lo supe con certeza, pero sí recuerdo el hecho de que estuvieron de noche hasta tarde, porque esas tertulias en general eran hasta tarde.

—¿Qué hacían en las tertulias?

—Leían y conversaban. Eso era lo que se hacía casi siempre. Los que iban eran Ángel Rama con Ida Vitale, José Pedro Díaz con Amanda Berenguer, Pereda con Isabel Gilbert, y casi siempre Pereda solo; son los que más recuerdo. Se hicieron con relativa frecuencia hasta que empezaron las cuestiones políticas, a partir de la Revolución Cubana. Igual mi padre siguió muy amigo de Pereda, pero recuerdo que aquellas tertulias no se volvieron a repetir. Con Pereda solo, sí.

Después, al otro día, fue Walsh con la fotógrafa. La recuerdo alta, pelirroja, bonita, pero sin el silencioso encanto de Elina Tejerina. Me llevaron en auto a distintos lados (al Rosedal del Prado, a la Escollera Sarandí del puerto) y ahí tomaban fotos, yo qué sé… —¿Conversaban?

—Sí, pero no conmigo: “Ponete así”, “Ponete allá”, “Mirá, un gatito, agarralo”. No sé, cosas por el estilo. No sé realmente con qué convicción Walsh hizo esa entrevista. Dudo mucho.

—Esa es mi pregunta: ¿cuál era su interés?

—Creo que fue algo orquestado, no por mis padres (porque recuerdo que tenían bastante reticencia), sino por alguien del grupo de los que iban a casa…

***

En este punto recuerdo la historia de Minou Drouet; le digo que Walsh la menciona en su nota. Me dice que eso no lo recordaba, que no conoce la historia de esa niña. Entonces se la cuento, brevemente. “Barthes  escribió algo interesante al respecto, ¿te lo leo?”. Dice que sí. Se lo leo. Pongo énfasis en la frase referida a la niña-mártir del adulto enfermo de lujo poético. Después de un silencio Gabriel retoma, acaso empezando a desplazar alguna capa de su memoria:

—No sabía de esto. Me solidarizo mucho con eso, porque fue mi sentimiento posterior: sentí que había sido sujeto de una manipulación, por más que esa idea no estuviera en el propósito de nadie en ese momento. Ojo, tengo que decir esto con mucho cuidado, porque antes que nada está la tremenda figura de Rodolfo Walsh, como periodista, como escritor, como pensador y guerrillero, por lo que nunca se me ocurriría poner en duda su pulcritud ética. Ese sentimiento mío no recae en ninguna persona, sino en una circunstancia de la que yo participé como el agente más vulnerable. Creo que con poemas en la mano Walsh me hizo preguntas, como qué sentía yo de esto o lo otro. Quizás algo hablamos de las tardes de pesca, por una cosa que yo había escrito sobre una paloma… Alguna pregunta Walsh me hizo. Pero no fue una cosa entrañable para mí, no me despertó ningún tipo de afinidad como para memorizarla. En cambio, cuando Elina Tejerina me hablaba del mar, y me dio espacio para leer algunos de sus poemas, eso lo tengo clarísimo, lo recuerdo como experiencia peculiar. Después el libro de ella, Las manos de aire, lo releí, y lo releí, y lo releí.

No tuve una relación personal, franca, con Walsh. Era algo demasiado artificial, y muy mediado por otros. Esa es la impresión que tengo. Cuando salió el libro El violento oficio de escribir, y leí la nota, me hice la pregunta de hasta dónde él había estado convencido de hacerla. Hace algunos comentarios sobre mí en cuanto a comportamientos, como si estuviera ante un bicho de otro planeta, algo raro, me pareció forzado…  (…).

Notas: (1) Este capítulo se publicó como artículo en la revista digital Río Belbo bajo el título “Un niño secreto se reencuentra con los suyos” (www. riobelbo.com). (2) Rodolfo Walsh: “Un niño secreto que no se dirá”, Leoplán, abril 1958.  (3)(4)(5) Ibídem.  (6) Walsh, Rodolfo (1995): El violento oficio de escribir. (1953-1977), Planeta, Bs.As. (7) Tejerina, Elina (1953): Las manos de aire, Alauda, Bs.As.