Se discute si es válido o no ir a movilizaciones con niñxs, o en actitud desprevenida. Tal discusión requiere de una distinción elemental: los cuidados en las calles conciernen a las minorías que marchan. Lo demás no son discusiones sobre cuidados, sino condenas reaccionarias gozosas de la represión ajena por parte de seres ya capturados por el cristal de las pantallas, terminales de un tribunal virtual que asegura la pasividad y la heteronomía social.

Quienes por una cuestión de edad participamos de niños en una que otra marcha por la democracia, sobre los finales de dictadura; o hemos ido casi adolescentes a las Plazas de Semana Santa del 87, cuando los Carapintadas, podemos entender muy bien -siendo ahora madres y padres- que la presencia de niños en las marchas por la defensa de los jubilados puede ser una experiencia formativa: niñxs compañadxs y cuidados por sus mayores -y por los manifestantes- aprendiendo a defender sus derechos individuales y colectivos, en ausencia de ley alguna que lo prohíba: ¿hay una escena más liberal (en el único buen sentido que la palabra liberal posee), cívica, pacífica e instructiva que este tipo de participación?

El problema, evidentemente, no es la madre ni la hija -ni las personas que las rodean y protegen-, sino la ausencia de una discusión más amplia sobre el aumento de la pobreza -la de los jubilados incluidos- y sobre la represión como modo de tratar a quienes protestan. ¿Por qué esa discusión, que toda democracia debe darse, no puede existir en las escuelas? Cuando se da por hecho que la sociedad no debe sentirse involucrada en aquello que le concierne se condena a sus jóvenes, trabajadores y jubilados una relación de indiferencia con la democracia misma, que entonces agoniza. Y de hecho, una parte de la sociedad se pone del lado del jefe policial que reprime o gasea, antes que del lado de los abuelos golpeados o de la niña gaseada. Esa parte de la sociedad no espera a votar cada dos años para hacerse oír: vota todos los días prestando adhesión cristalina al discurso cotidiano de las pantallas. Es un logro antidemocrático de primer orden haber logrado que la realidad analógica de los cuerpos golpeados aparezca como un capítulo mugroso y detestable del universo digital.

El desprecio con el que esos cuerpos que se mueven lento y no saben imponerse a la policía son vistos y oídos constituye la medida más precisa del desafío que vivimos en la Argentina de hoy. La discusión sobre los cuidados en las protestas públicas no es patrimonio exclusivo de los opositores al gobierno, no. Pertenece más bien a todos aquellos que perciben que la lucha, más que contra un gobierno, se dirige contra todo un régimen de creación/administración de realidad incompatible con la democracia misma