La Argentina es un país con un extraordinario margen de movilidad política. Y ciertas biografías lo ejemplifican con creces.
Clareaba una de las últimas jornadas de 1976 cuando un Fiat 128 frenó sobre la calle Eduardo Costa, en la zona residencial de Acassuso, justo antes de que una chica enjuta, algo chueca y con rulos, bajara de la cabina para ir, en puntitas de pie, hacia una construcción de dos plantas con techo de tejas en medio de un pequeño jardín. Su propósito: poner allí un “caño” de gelamón programado para estallar en cinco minutos.
Era el hogar del intendente de San Isidro, coronel José María Noguer.
Luego, con ella ya en la cabina, el Fiat arrancó muy despacio. Y desde el asiento delantero, uno de sus dos acompañantes le dedicó una sonrisa. Era nada menos que Rodolfo Galimberti.
Exactamente a los cinco minutos, al girar por Libertador, se escuchó la explosión. Recién entonces, el vehículo se alejó a todo trapo.
Horas después se supo que la bomba no le había ocasionado al inmueble un gran daño. Y que el funcionario de facto resultó ileso.
Lo notable es que, casi medio siglo más tarde, esa misma mujer, ya más robusta y sin rulos, sea la máxima autoridad civil de las fuerzas federales de seguridad. Y que, como tal, impondría un novedoso paradigma represivo, en oportunidad de la movilización popular del pasado 12 de junio en la Plaza de los Dos Congresos para repudiar la Ley Bases tratada en el Senado.
No era, claro, la primera vez que Patricia Bullrich militarizaba la CABA con más de 1500 mastines humanos. Ni que estuvieran secundados por una task force de agentes encubiertos con la misión de causar acciones vandálicas –como el incendio del móvil de Cadena 3–, seguida por una cacería “al voleo” de manifestantes, en medio de palazos, gases lacrimógenos, carros hidrantes y disparos con postas de goma.
Pero ese miércoles fue el debut de la judicialización del asunto bajo la siempre útil figura del “terrorismo”, una consigna acatada a pies juntillas por el fiscal federal Carlos Stornelli, que imputó a 33 personas por 15 delitos, que incluyen los de “sedición”, “atentado al orden constitucional”, “incitación a la violencia en contra de las instituciones”, “uso de explosivos” e “imposición de sus ideas por la fuerza”. A su vez no vaciló en pedir la prisión preventiva para todos, ordenando su traslado a cárceles federales (también bajo la órbita de Bullrich), donde fueron torturados y humillados por el personal penitenciario.
Del total, a la fecha fueron excarcelados 28 manifestantes por falta de pruebas. De manera que el régimen libertario cuenta ahora con sus primeros cinco presos políticos.
¿Acaso este es el comienzo de su etapa totalitaria?
Pero hay también otra cuestión a tomar en cuenta: las secuelas políticas, psicológicas y hasta históricas que este combo de salvajadas provocará no sólo en sus víctimas directas sino también en el tejido social.
En este punto no está de más recordar la película alemana Messer im Kopf (El cuchillo sobre la cabeza), dirigida en 1978 por el director alemán Reinhard Hauff, sobre la novela homónima de Peter Schneider, quien también escribió el guión.
Su argumento gira en torno a un científico dedicado a la genética, quien va a una manifestación de la izquierda radical sin otro propósito que buscar a su mujer. En tales circunstancias, es herido en la cabeza por una bala de goma durante la represión policial. Y despierta en una sala de terapia intensiva con amnesia. El tipo no tiene la menor idea de quién es. Sus recuerdos son una hoja en blanco. En tanto, la policía pretende mantenerlo bajo arresto y los organizadores de la marcha exigen su liberación. Pues bien, él descubre que la única forma de recuperar la memoria radica en hallar al policía que le disparó, puesto que en ese encuentro se produciría lo que los alemanes denominan “ein kritichen Punkt” (“un punto crítico”). El film concluye con esos dos hombres frente a frente.
En determinado momento, hay un flashback que ubica al protagonista en su laboratorio, frente a un ventanal, antes de partir al sitio del hecho y dice: “Si fuera americano dispararía a través del vidrio”.
En aquellas ocho palabras está depositada la clave de la película, pero su significado no es fácil de comprender.
Hace unos años, durante una conversación con el autor de esta nota, Schneider explicó el asunto: “Aquella frase no es mía; la tomé de la película Taxi Driver. Y quiere decir: cuando los americanos sienten miedo disparan a través del vidrio; en cambio, los alemanes perdemos la memoria”.
¿Acaso los argentinos también?
De hecho, los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura no resultaron gratuitos para sus hacedores. Es posible que las cuatro décadas transcurridas desde su finalización hayan contribuido al relajamiento del recuerdo colectivo de esa larga noche. Pero la maquinaria de la memoria nunca deja de funcionar. Ni antes ni ahora.
Dicen que el periodismo es la primera versión de la Historia. Pues bien, los expedientes judiciales (a pesar de su intencionalidad inmediata) también lo son. Y el que, por ejemplo, instruye la jueza federal María Servini acerca de los incidentes del 12 de junio quizás sea en el futuro una Biblia al respecto. Pero no tanto por las indagatorias a los detenidos (ni por su valoración para acreditar o desmerecer los delitos que se les imputan) sino por los testimonios vertidos por el personal policial.
Los uniformados (todos con sus respectivos nombres, grados y fuerzas a las que pertenecen) desfilaron durante horas ante la magistrada y, en tren de deslizar su ajenidad a las acciones represivas más atroces, se acusaban entre sí, identificando a los autores de cada arresto, describiendo cada golpiza, además de explayarse sobre todas las órdenes que recibían de Bullrich y sus edecanes desde la Sala de Situación que centralizaba la faena. En definitiva, un relato coral que reconstruye al detalle esa coreografía del horror, aunque el objeto de dicha pesquisa no fuera su propia conducta. Pero sólo por el momento.
Ocurre que, a veces, es la realidad la que dispara a través del vidrio. «