En estos días de septiembre, pero en Francia, y en 1894, una combinación de factores abrió un debate que incendió al país. Se sumaron la deshonra de una sociedad que no conseguía cicatrizar la humillación causada por la oprobiosa reciente derrota que le había propinado el Reino de Prusia en una guerra tan breve como sangrienta (1870-1871) y las necesidades de un ejército corrupto y decadente que buscaba un chivo expiatorio para disimular sus miserias y distraer las miradas acusadoras. De pronto, como por arte de magia, un oscuro oficial de artillería, el capitán Alfred Dreyfus, se convirtió en el punching ball donde unos y otros descargaron sus rencores, su racismo y sus respectivas mediocridades.
Dreyfus reunía las condiciones ideales y útiles para alimentar el odio del nacionalismo naciente, que ya entonces empleaba el mismo lenguaje xenófobo que entre tres y cuatro décadas después impusieron el fascismo italiano de Benito Mussolini y el nazismo alemán de Adolf Hitler. Era judío, dominaba el alemán, el idioma del enemigo, y había nacido en Alsacia, en la frontera con Prusia. El debate comenzó en la capital, en la Ville Lumière (Ciudad Luz), en los bulevares y en las calles, en las tertulias culturales y culturosas, en los foros frívolos del Tout Paris. Prontamente se extendió a los prostíbulos y a los arrabales proletarios de Les Halles. Desde los príncipes y las duquesas, las niñas y los señoritos, hasta los mayordomos y los changarines, todos hablaban del “maldito judío”.
El Consejo de Guerra que “juzgaría” a Dreyfus –juzgar es un decir– sesionó a partir del 13 de octubre de aquel 1894, harán 130 años dentro de tres domingos, pero lo que accionó el juicio fue el hallazgo, (el 9 de setiembre) de un manuscrito enviado al agregado militar prusiano en el que un oficial francés le ofrecía información sobre un “novedoso elevador hidráulico”, precisiones sobre la redistribución de tropas en territorio francés y los detalles de una próxima expedición a la índica Isla de Madagascar. La carta llegó al contraespionaje francés de pura casualidad. De manos de la limpiadora francesa de la embajada alemana, que por unos pocos francos hacía la changa de recoger los papeles tirados al tacho de la basura prusiana y se sorprendió al ver aquella hoja rota en mil pedazos.
El resto fue muy rápido. Dijeron que sólo diez oficiales podrían ser los autores de esa carta. Compararon los trazos y no tuvieron dudas. “Es el judío”, dijo el comandante Armand du Paty de Clam, que era general pero no era calígrafo. En octubre, con testigos “a medida”, se abrieron las sesiones del Consejo de Guerra. El caso ganó la calle en medio de una virulenta campaña antisemita dirigida por el diario ultra clerical La Libre Parole, creado a ese sólo efecto y presentado, al igual que tantos, como “una tribuna de doctrina”. El 22 de diciembre Dreyfus fue definitivamente juzgado por alta traición y condenado a deportación, degradación, pérdida de condecoraciones y derechos. Fue recluido en la solitaria Isla del Diablo, una posesión aún hoy francesa, situada once kilómetros mar adentro de la Guayana.
En aquellos años el mundo ignoró lo que muy generosamente podría calificarse como las “injusticias” de “L’Affaire Dreyfus”. La persistencia del hermano de Alfred para que el caso no pasara al olvido, y la toma de conciencia de algunos intelectuales que enfrentaron al Segundo Imperio Francés y a la aristocracia presentes en la Iglesia y en los estamentos militares, tuvieron resultados. El 13 de enero de 1898 Francia conoció lo que sería, hasta estos tiempos, uno de los más valientes alegatos de uno de sus grandes escritores, Émile Zola, en defensa de la verdad y la justicia. Ese día, L’Aurore, el diario dirigido por el futuro primer ministro Georges Clemenceau, ocupó toda su primera página con una carta al presidente M. Felix Faure a la que Zola tituló “J’Accuse” («Yo acuso»). El régimen imperial y sus fuerzas armadas no tuvieron otra opción que la de reabrir la causa. Dreyfus terminó absuelto.
En «Yo acuso» Zola llenó las conciencias de verdades al decir, por ejemplo, que “cuando un pueblo desciende a todas las infamias, está próximo a corromperse y aniquilarse”. Y cuando dice: “Ah, qué gran barrido debe hacer el gobierno republicano (la futura Tercera República) en esa cueva jesuítica, cuándo vendrá el ministerio (de Defensa) verdaderamente fuerte y patriota que se atreva de una vez a refundirlo y renovarlo todo”. Para agregar, también, un vibrante concepto de vigencia hasta en estos días del primer cuarto del siglo XXI: “Es un crimen explotar el patriotismo para trabajos de odio (…) mientras toda la ciencia humana emplea sus trabajos en una obra de verdad y de justicia”. El odio había llegado al extremo de encerrar a Dreyfus en un habitáculo mínimo, donde tenía prohibido hablar con sus cancerberos. Fue apenas un presagio de lo por venir. Así, durante cuatro años, hasta que el alegato de Émile Zola empezó a poner las cosas en su lugar, tras denunciar el odio antisemita de los militares y del “mundo clerical” (los jesuitas en particular) y la aberración que conllevan conceptos tales como el de obediencia debida. Lo dice un capitán, un subordinado al fin, él también, cuando repite que “ellos son los jefes, nosotros estamos para ejecutar las órdenes”.
El verdadero autor de la carta huyó a Inglaterra
Por simple compromiso, más que por interés o por un acto de justicia, tras el dictado del indulto a Alfred Dreyfus, se ordenó iniciar un juicio contra el verdadero autor de la carta que había originado la causa amañada contra el capitán.
Se trataba del comandante Ferdinand Walsin Esterhazy, un aristócrata de raíces húngaras que se había mantenido en silencio mientras observaba la marcha de la farsa urdida con el pretexto de juzgar a un chivo expiatorio, “culpable” de ser judío y dominar el idioma alemán.
El comandante fue juzgado y, obviamente, declarado inocente de todos los cargos utilizados para darle a la instancia judicial un cierto viso de credibilidad. Admitiendo, de hecho, su responsabilidad en el envío de la carta y su rol de espía prusiano, Esterhazy huyó a Inglaterra apenas le dictaron la “inocencia”.
Años después, ya en el siglo XX, Marcel Proust escribió En busca del tiempo perdido, un retrato novelado de ese tiempo de amores y odios, sobre todo de los odios que, tiempo después, y reapareciendo en el mundo de hoy, darían lugar al nacimiento formal del nazi fascismo. Y del Holocausto.